Aviso para navegantes

En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Resumen de la situación

El 14 de septiembre es la fecha de mi última entrada en este blog. El tiempo pasa muy rápido y nos lleva en volandas con él. Desde entonces no he escrito nada en este cuaderno de bitácora, ni he escrito relatos ni tengo en mente ninguna novela...Lo he intentado, pero me resulta muy difícil encontrar la creatividad mientras apago incendios, capeo temporales y me dedico en cuerpo y alma a los que quiero.

Este blog lo inicié para despertar a esa escritora dormida, a esa niña que lápiz y papel en mano soñaba con ser escritora, como la inolvidable Jo de "Mujercitas". Y, como la inspiración no llama a mi puerta desde hace mucho, los días han ido transcurriendo sin que yo apareciera por aquí.

Durante estos tres últimos meses he realizado un curso a distancia en Calamo@Cran, una escuela de Madrid. Se trata de un curso de corrección de estilo, porque no sólo me gusta escribir, sino corregir, analizar la sintaxis, el vocabulario, mimar nuestro idioma (cualquier idioma merece que lo mimen y lo cuiden) y hacer que un texto pueda sentirse orgulloso de sí mismo antes de debutar en el mundo.

También me las he visto con un curso a distancia relacionado con mi actual ámbito laboral y he de confesar que ese lo he hecho con muchas menos ganas.  Además me armé de valor para sacarme el permiso de conducir. Y de momento estoy en ello, la teórica la aprobé a la primera, las prácticas me están costando. Soy mucho mejor escribiendo que conduciendo. Y entre eso y que las clases son muy caras, de momento digamos que he hecho una pausa.

Las cosas no son fáciles...y empiezo a creer que nunca lo son ni lo serán. Un trabajo en la administración y un sueldo recortado una y mil veces, sin añadir que es un trabajo que no me llena, que no me da ninguna satisfacción y que, más bien al contrario, me da dolores de cabeza. Y la situación de mi pareja, un autónomo, es aún peor, estrangulado como está por esa boa constrictor que es Hacienda, que tan sólo devora pequeñas presas incapaces de defenderse mientras deja a otras de otra especie irse de rositas (infantas, banqueros, políticos, sindicalistas). El futuro se presenta incierto, a veces negro y en ocasiones soy incapaz de ver la luz al final del túnel. 

Y, como siempre llueve sobre mojado, hace unas semanas murió Bruna, su fiel compañera de cuatro patas. La pérdida ha sido terrible, pero yo no estoy dispuesta a que la tragedia siga riéndose en nuestras narices así que, después de una búsqueda incesante durante tres semanas, he encontrado al que a partir de ahora será su compañero, otro precioso rottweiler de dos meses que entrará a formar parte de nuestra familia.

Por todo esto y otras cosas que se quedan en el tintero, he dejado este blog tan abandonado. 

Tengo que seguir adelante, pero en este momento estoy en un cruce de caminos y no sé muy bien cuál tomar.


domingo, 14 de septiembre de 2014

Entre paréntesis

Sin ninguna pretensión. Sólo una reflexión de una mañana de domingo que toma la forma de un sencillo relato.




Los automóviles descendían por la calle Numancia y me dejaban atrás, uno tras otro, deteniéndose tan sólo ante los semáforos en rojo.  
Yo caminaba por la acera, sin prestar demasiada atención a mi alrededor, descendiendo también Numancia —como cada día— camino de la estación de Sants, en donde tomaría el tren de regreso a casa.
El día en la notaría había sido como cualquier otro, monótono y aburrido. Los minutos caían del reloj a cámara lenta mientras atendía el teléfono y transcribía testamentos, contratos y actas.
Por fin viernes. El viernes mi clausura llegaba a su fin a las tres de la tarde; y allí estaba yo desandando el camino de vuelta a mi hogar, repasando mentalmente las tareas y las obligaciones que me esperaban a mi llegada; y haciendo planes para distraer el tiempo libre y engañarme a mí misma, pensando que de eso se trataba, de hacer lo que, sin lugar a dudas, hacía el noventa y nueve por cierto de la población: trabajar para ganarse la vida y, después, tomarse un mojito el fin de semana, tostarse al sol, pasear por los centros comerciales… ¿Qué, si no, era la vida? Cada vez que tenía la más mínima duda, tenía a alguien al lado dispuesto a recordarme y a asegurarme que de eso se trataba, de trabajar, de tener un sueldo, de  pagar las facturas y, con el excedente de tiempo y de dinero, disfrutar.
 Y, sin embargo, yo dudaba. Y me preguntaba si mi hija, algún día, estaría sentada en cualquier tren a las siete de la mañana, adormilada, convencida de que la vida era eso: ocho horas diarias de monotonía a cambio del pago de la hipoteca, de un mojito y de una sombrilla en la playa.
Y es que algo había influido para que, en que aquel viernes en particular, mis pensamientos rozaran el completo desánimo, paladearan la duda y tiñeran la tarde de gris. Y había sido aquella visita a primera hora de la mañana.
Siete caras serias y compungidas, una de ellas desolada, aún sorprendida por la repentina pérdida, por el inesperado adiós, sin hacerse a la idea de que había llegado el momento de leer el testamento de quien había dormido a su lado durante veinte años.
“Ay, Dios, mío —susurraba una y otra vez— tan bueno que era y tan trabajador” Y continuaba con su cantinela “Ay, qué pena, un hombre tan bueno y tan responsable —proseguía—. ¡Y cómo soñaba él con que algún día nos sonriera la suerte y recorrer el mundo y comprarnos una casita en la sierra y retirarnos, rodeados de nietos y de perros!”
Y así descendía yo la calle Numancia, mientras los automóviles me rebasaban y me cruzaba con otros transeúntes, presurosos unos, lentos otros.
Y, de repente, sentí como si ya no perteneciera a esa escena que estaba teniendo lugar, como si yo estuviera acotada entre paréntesis, como una frase en medio de un texto. Observaba lo que sucedía desde algún punto fuera de mí misma: el ruido de los automóviles, las bocinas, el ladrido de un perro, los edificios de alrededor, el kiosko de periódicos…
“¿Qué era aquello? —me decía— ¿Qué lugar ocupaba eso en el Universo?” ¡Qué estúpida me resultaba aquella escena! “¡Qué absurdo! —me repetía—. Carne y huesos y esta conciencia que está aquí presente; y de aquí a cuarenta años ya no estaré, estaré muerta. Y todo seguirá sin mi. Y todos los que me rodean dejaran de existir algún día. ¿Qué somos en realidad? Polvo y ego.”
Ese viernes entré en casa, abracé a mi hija, acaricié las paredes de mi hogar, desempolvé mi título de magisterio y me senté delante de la pantalla de mi ordenador, en la página online del banco. Reflexioné, analicé y decidí.
La carta de renuncia llegó a la notaría el lunes. Yo misma la dejé en el buzón. Puse mi casa en venta, alquilé un estudio y dejé allí lo imprescindible, mis libros. Y, con mi hija de la mano, subí a un avión.
Y, dos meses después, aquí estoy, en otro aeropuerto, recorriendo con mi niña lugares y compartiendo con ella momentos, antes de que esté sentada en la sala de espera de una notaría, enjugando sus lágrimas mientras espera la lectura del testamento de su madre.
No sé aún lo que haré. Pero lo cierto es que nunca más perderé las horas de las que se compone mi día, las horas de las que se compone mi vida, tecleando actas y contratos. Quiero llenar mi vida de sentido antes de que sea demasiado tarde;  me imagino delante de un pequeño grupo de niños, en un aula sencilla de un pequeño pueblo de no sé qué país, delante de una pizarra, enseñándole las letras que les abrirán las puertas del mundo.
Si sólo soy polvo y ego, polvo y ego que algún día desaparecerá en el infinito, seré el polvo y ego que yo decida ser y, mientras lo soy, mi mayor deseo será iluminar ,aunque sólo sea un rinconcito, la vida de los demás.

sábado, 30 de agosto de 2014

Pequeño tesoro


Tarde tranquila, música suave, el cielo nublado y unas fotografías y los recuerdos... Y la melancolía y una ternura que rebosa y se desborda arrasando el dique de mis pupilas y cae en una riada de lágrimas.

Tantas veces te lo he repetido y es la verdad más grande que jamás pueda llegar a decir. Eres mi obra maestra, lo mejor que he hecho en mi vida, mi mayor logro. Nada de lo que haga se te podrá comparar.

¿Cómo puedo explicarte la inmensa alegría al saber que estabas creciendo dentro de mí? ¿Cómo trasladar a un papel la alegría y el amor sin límites y el temor de que algo pudiera herirte que me inundaron desde el momento en que supe que la chispa de la vida había prendido en mi vientre? Mi vientre, tu hogar, y tú la llama que lo iluminaba y que aún lo ilumina.

Las primeras imágenes en una ecografía, tu primera patada en mi interior, la certeza de mi amor por tí, cuando aún no eras mayor que la uña de mi meñique. La certeza de un amor imperecedero, límpido y puro. Es inexplicable. Es un milagro. Los milagros existen. Tú eres mi prueba de que es así. No hay mayor milagro que el del nacimiento de una vida. No hay ciencia que pueda explicarlo. Hay que sentirlo.

Creces, tus alas empiezan a crecer y, aún en el nido, empiezas a agitarlas y miras al exterior y sueñas con ese mundo que se abre incierto pero apasionante, lleno de promesas y, también, de incógnitas y de temores.

Y yo me siento orgullosa. Y un poco triste porque mi niño será dentro de poco un adulto que abrirá sus alas y se lanzará a la búsqueda de su propio futuro, de sus sueños y se alejará de mi.


Tarde tranquila, música suave, el cielo nublado y unas fotografías y los recuerdos...En las fotografías buscaba inspiración para escribir un relato pero, he aquí, que en lugar de un relato, me salió una declaración de amor.










lunes, 14 de julio de 2014

La última lágrima

Ando demasiado ocupada y con demasiados "debería" y "querría" en mi cabeza y apenas dedico tiempo a escribir. Ya lo sé...tengo que encontrar el tiempo...
Mientras tanto dejo un pequeño relato que tenía olvidado después de que no saliera finalista en un concursito literario. Ya llegará el día.





Sobre el asfalto parecían haber desaparecido para siempre las huellas del invierno. Las máquinas quitanieves se hallaban a cobijo en oscuras naves industriales y el aire era el salón de baile de miles de granos de polen que flotaban, yendo y viniendo a capricho del viento, aterrizando sobre las calles, los alféizares de las ventanas, los bancos del parque y los parabrisas de los vehículos aparcados,  al ritmo de estornudos y toses.
La primavera llamaba a mi puerta con insistencia y yo me desperezaba sacudiéndome el letargo que se había acomodado en mi alma durante aquellos últimos y gélidos meses.
El cielo azul, la luz del sol que comenzaba a remolonear y a robarle horas a la noche, los brotes verdes en los árboles, las flores que asomaban sus naricillas cual hadas curiosas, la llegada de las aves migratorias, las risas de los niños en las calles, todo confabulaba para sacarme del estado de melancolía y tristeza en el que había caído una mañana funesta de noviembre, aquella mañana en que el suelo se abrió y me tragó, impávido, a la salida de la sección de consultas externas de un hospital.
Me levanté de la cama y salí de la habitación. Pisé las baldosas del baño con los pies desnudos y me contemplé en el espejo casi sin reconocerme. El rostro demacrado, ojeras oscuras entorno a mis ojos y el pelo escaso y lacio.
 Me desnudé poco a poco,  dejé caer el pijama al suelo y me encontré frente a frente con la realidad que había estado intentando ocultarme a mí misma mientras, hecha un ovillo entre las sábanas, veía transcurrir el invierno a través de los cristales de la ventana.  La cicatriz donde antes estaba uno de mis pechos me hería los ojos, rogándome que la mirara tras meses de negación y de repulsa. Lentamente alcé la mano y recorrí su contorno y, para mi sorpresa, no lloré. La última lágrima se había quedado en la almohada junto a tantas otras.
Un trotecillo y un ladrido me sobresaltaron. Mi perro saltaba entusiasmado a mi alrededor, quizás intuyendo que el reloj de la vida había vuelto a ponerse en marcha. Acaricié su oreja mutilada y recordé lo mucho que lo quería.
No oí sus pasos a mi espalda hasta que sus brazos me rodearon y sentí sus labios en mi hombro, y una lágrima que no era mía se deslizó por mi piel.
La primavera había llegado. Las huellas del invierno habían desaparecido.



sábado, 14 de junio de 2014

Y VIVIERON FELICES PARA SIEMPRE...


Tarde de sábado. Estoy sola con mis gatas. La melancolía acecha y llena la habitación de murmullos. Y decido escribir aunque hace días que mi espíritu salta de un sitio a otro sin parar y ahuyenta a la Inspiración.

Así que empiezo a teclear en mi ordenador sin saber muy bien hacia donde irá este relato. Vosotros mismos tendréis que decidir si es autobiográfico, fruto de mi fantasía o una mezcla de ambos. Estoy segura de que las personas que realmente saben quién soy no dudarán ni un momento, y sabrán qué pedacitos son retazos de mi vida y cuáles el producto de mi imaginación.






Ada siempre fue una niña tímida y dulce con un mundo interior rebosante de sueños y esperanzas. Nunca se consideró lo que se dice bonita. Una mancha azul de nacimiento que se extendía sobre el lado derecho de su rostro no sólo dejó huella en su piel sino también en  la percepción que tenía sobre sí misma; si bien es cierto que los comentarios bien o malintencionados, las bromas infantiles y las miradas furtivas de curiosidad ayudaron en gran medida a esa idea que se había hecho sobre sí misma.

Desde su más tierna infancia disfrutaba con la lectura. Su imaginación era un don con el que creaba sus propias historias en las que ella era la protagonista, y en las que podía mostrarse tal cual era y dar vida a sus sueños y escaparse de la realidad. En aquellos sueños, como en aquel cuento que le llegó al alma, el patito feo se transformaba en un cisne y volaba libre y feliz por siempre  jamás.

Su adolescencia fue una época difícil en la que unos padres temerosos y sobreprotectores no hicieron más que intensificar las inseguridades que siempre la acompañaban como una segunda sombra. Y, aunque se enfrentaba al mundo e intentaba disimular y sobreponerse, el único sitio en el que se sentía ella misma era dentro de su propia alma. Y es que ella tenía mucho para dar: amor, cariño, dulzura, lealtad, ilusión.

La niña se convirtió en adolescente, la adolescente maduró y se convirtió en una mujer adulta que, gracias a sus propios esfuerzos y a su tesón, había conseguido airear parte de aquellas inseguridades y ventilarlas al sol.

Sin embargo, en su interior, seguía escondida aquella niña que se veía a sí misma como el patito feo del cuento y que sufría porque nadie se había dado cuenta de que en realidad era un cisne; en su interior seguía escondida aquella niña que tan sólo anhelaba ser querida y querer, dar, cuidar y proteger.

Ada era demasiado emocional y demasiado sensible para el mundo en que le había tocado vivir, el mundo real. Ella hubiera sido una excelente hada madrina o habría aleteado orgullosa con un par de impresionantes alas de ángel.

Y así, tenía dentro de sí el cosquilleo constante de la insatisfacción. El amor había llamado a su puerta en algunas ocasiones y ella la había abierto de par en par, dispuesta a dar, dar y dar. Pero el amor de la vida real tampoco era el amor tal como aparecía en los cuentos de hadas: resplandeciente, ingenuo, repleto de corazones y flores y bombones y princesas bellísimas y príncipes encantadores que luchaban contra dragones y escalaban torres para llegar hasta sus amadas. El amor en la vida real era insconstante. El amor en la vida real era indefenso como un niño pequeño. Necesitaba atención continua, necesitaba que lo acunaran, que le dijeran palabras tiernas y lo protegieran. Si no era así, huía, desaparecía airado, dolido y decepcionado.

En todas las ocasiones el amor se presentó como si nunca fuera a marcharse. ¡Qué ingenua era ella! ¡Y qué ingenuos los hombres que por el simple hecho de decir que amaban creían que el cuento acabaría con el “y fueron felices para siempre”. 

Ada era muy emocional, muy sensible, lo cual era un don maravilloso a la hora de amar, de cuidar, de consolar, de luchar espada en mano al lado de su amado. Sin embargo, el don se convertía en una maldición cuando algo la hería pues no podía contenerse, sus sentimientos salían a borbotones e intentaban hacerse entender y tenía la sensación de que nunca lo conseguían. Y retornaban envueltos en incomprensión, dolor y rencor ajenos.

Uno de los sueños de infancia de Ada era el de ser escritora y, en aquel momento, se hallaba sentada en la arena de la playa, con la vista perdida en el horizonte y el ordenador en sus rodillas, delante de una página en blanco, intentando escribir su propio cuento de hadas, con la melancolía empañándole el corazón igual que las lágrimas empañaban sus ojos, sin saber muy bien hacia donde encaminaban sus pasos el príncipe encantado y la bella princesa de su historia.



FIN…
…O quizás sólo el principio


viernes, 23 de mayo de 2014

Historia de un perro y un árbol

Me había propuesto escribir un relato para presentar a cierto premio literario, pero perdí de vista el premio y mis dedos teclearon estas páginas... Y decidí que no era un relato para un concurso.

No sé si algún día mis relatos serán algo más que retazos de mi propia vida, la expresión de esa mujer discreta que camina de puntillas para no llamar demasiado la atención, de esa mujer que mira el reflejo de su imagen en el espejo sin creer demasiado en sí misma y que, de tanto en tanto, recoge puñaditos de su alma y los esparce en una hoja en blanco.
 Sentada aquí, con mis dos gatas dormidas a mi lado, confiadas, dulces, misteriosas, rescatadas de la calle por almas generosas, tecleo intentando dar forma a un nuevo relato para presentarlo a un premio literario. ¿Cómo saber cuáles serán los criterios de un jurado? ¿Cuál es la fórmula mágica para que mi relato sea el ganador? No lo sé. Y también sé que soy incapaz de escribir intentando cumplir las expectativas de los demás. Escribo para ser. Y, cuando sin pensar en concursos ni en jurados ni en lectores, cedo el teclado a esa niña escondida que hay dentro de mí, es cuando brotan palabras capaces de emocionar y de arrancar lágrimas. Y entonces ya no soy la empleada pública, rodeada de formularios y atrapada entre leyes y normativas, sino que soy auténtica, real, ya no actúo, el telón cae. Y las palabras, las historias revolotean a mis pies como las hojas de los árboles en otoño, y son como semillas que brotan a través de la tierra de mi alma y crecen y tienen vida propia.
El dolor, la rabia, la frustración y la impotencia son el abono de esas simientes. Y es la incomprensión de la crueldad humana la que ahora está horadando un pedacito de esa tierra fértil que la niña que me habita riega sin perder la esperanza.
Unos grandes ojos oscuros, inocentes, limpios, escudriñaban el horizonte, y un hocico húmedo de rocío aspiraba el aire de la mañana que estaba impregnado de olor a hierba mojada, a amanecer, a nuevo día y a esperanza.
El coche todoterreno estaba aparcado en el sendero  y un hombre estaba de pie junto al maletero buscando algo en su interior. Unos segundos más tarde cerró de golpe la puerta y se dirigió caminando sin prisas, con una mochila a la espalda y una escopeta colgada del hombro, hacia donde se encontraban aquellos grandes ojos y aquel hocico húmedo.
El animal era un galgo atigrado y blanco, de esbelta figura, de esa delgadez tan extrema que únicamente aquella raza podía convertir en elegancia natural, en una pincelada de belleza sobre el fondo anaranjado del amanecer.
Una mano se posó en su cabeza y acarició sus orejas y el propietario de esa mano, su dueño, comenzó a caminar hacia el campo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, seguido al trote por su leal compañero. Tantos amaneceres juntos, uno al lado del otro, la soledad y el silencio como única compañía, oteando, atentos a cualquier atisbo de una silueta, al crujir de una rama, al más leve sonido. Y el pulso de ambos latiendo al unísono, y la alegría del can al cumplir la orden del hombre por el que hubiera, no sólo corrido, sino volado, para cazar una estrella si él se la hubiera pedido. Pero no eran estrellas lo que perseguían, eran liebres. Y, así, a la señal convenida, un relámpago encarnado en cuatro largas y veloces patas, se alejó a grandes zancadas para dar caza a aquellos pequeños animales que competían con él en velocidad y destreza.
¡Cuántas veces habían regresado al hogar con varias piezas bien sujetas por las rudas manos del cazador! ¡Qué miradas de orgullo hacia su can al cruzarse con otros camaradas!
Pero aquel día el retorno fue diferente, el hombre no dirigió ni un halago al animal que, intuyendo el mal humor de su amo, caminaba cabizbajo detrás de él. Aquel día, al cruzarse con sus compadres, hubo entre ellos cuchicheos, y las miradas fueron de la única y pequeña liebre que colgaba entre los dedos del cazador al lebrel, y del lebrel al cazador.
Llegaron a la casa de labranza y el galgo ocupó su jaula  junto a otros galgos y podencos. Se acercó a su plato de comida, pero estaba vacío. Su dueño se había olvidado de llenárselo.
Transcurrieron varios días hasta que la puerta del cubículo volvió a abrirse. Entre tanto, otros animales habían acompañado al hombre en sus andanzas. Y él yacía triste, con el afilado morro pegado al suelo y los ojos absortos en una interrogación.
Al sexto día se abrió la puerta de la jaula y el cazador lo animó a salir. El can trotó tras él y subió a la parte trasera del vehículo, excitado y alegre, anticipando otra mañana de saltos y correrías por la llanura. El recuerdo del último amanecer ya no existía. Sólo existían su amo, el campo y él.
Nada había de diferente en aquella mañana. El mismo olor a rocío, el mismo aire fresco… y la soledad y el silencio como únicos compañeros. El vehículo arrancó y dejaron atrás la casona mientras los ladridos de sus compañeros  iban quedando atrás. Sus ojos recorrían el horizonte delimitado por la sierra, las casas, las cuadras, los prados, las vacas y las ovejas. Y movía la cola, feliz, cuando otros perros corrían a las cercas a ladrar al paso del automóvil, casi como si quisiera contarles a todos que otra vez iba de paseo con su amo a perseguir liebres.
El todoterreno se detuvo por fin al borde del sendero y recorrieron juntos el campo, como habían hecho tantas veces desde que era apenas un cachorro saltarín acabado de destetar. Pero, pasados unos minutos, un estremecimiento le erizó la piel como un mal presagio.
No cazarían liebres aquel amanecer. El hombre caminó sin titubear hacia un gran árbol, el mismo bajo cuya sombra se habían cobijado durante las tormentas inesperadas, y se detuvo a pocos pasos. Sacó una soga de su mochila y, sin pestañear, hizo un nudo corredizo que pasó por la cabeza del animal, lanzó la cuerda sobre una rama y estiró con fuerza hacia abajo. El galgo quedó colgado del cuello, su esbelta silueta recortándose en el paisaje, sus ojos incrédulos, fijos en aquel ser humano que hasta aquel momento había venerado, aquel ser humano que jugaba con él cuando era un cachorro, que aplaudía sus carreras y palmeaba su cabeza al llegar con una liebre en la boca. La cuerda se le clavaba en el cuello, quemándole como un tizón encendido y la falta de aire lo hacía patalear, mientras el hombre lo miraba impasible, casi aburrido esperando a que todo acabara.
De repente, un disparo retumbó en el aire y un aullido de dolor y de sorpresa resquebrajó el silencio. El hombre gritaba agarrándose el brazo y la sangre brotaba a chorros del lugar en el que antes había estado su mano, que yacía en el suelo inerte sin la soga.
El galgo había caído a la tierra de golpe, casi asfixiado, malherido. Una mano cálida, de un hombre que no era su amo, arrancó con cuidado el extremo que se aferraba a su cuello y unos brazos lo elevaron del suelo, lo dejaron en el asiento de atrás de un vehículo y lo cubrieron con una manta.
Ese otro hombre volvió sobre sus pasos, recogió la soga del suelo y se acercó a la figura que seguía aullando. Los ojos impasibles del verdugo eran ahora ojos llenos de terror que imploraban piedad.
El desconocido rodeó con la soga el brazo ensangrentado y con ella realizó un torniquete para detener la hemorragia.
Y así la soga del verdugo se redimió, pero no redimió al verdugo. No hay redención posible para aquellos que son capaces de torturar y matar a seres indefensos, más aún, a seres indefensos que depositaron su confianza en ellos. No hay redención para la crueldad.
Y, así, otro galgo sobrevivió a los caprichos de seres, mal llamados humanos, sin escrúpulos.
Y una niña escondida dio forma a sus fantasmas a través de las palabras e impartió justicia poética.








jueves, 1 de mayo de 2014

A SIETE PISOS DE ALTURA

Breve relato que escribí para presentar a un concurso literario. No ha quedado finalista, así que soy libre de publicarlo aquí.


Con los pies en el alféizar de la ventana, a siete pisos de altura, la tristeza y la desesperación me susurran al oído, me estiran del cabello y danzan a mi alrededor en su afán por hacerme trastabillar.
Nubes grises, atiborradas de lluvia, se apiñan sobre los tejados como sucios trozos de algodón, asiéndose a las antenas de televisión para impedir ser arrastradas por el viento que sacude y voltea la ropa tendida. Las cortinas revolotean en la habitación.
Sobre la cama, mi maleta, cajas recién embaladas llenas de libros, sábanas, sonrisas, cuadros, llantos de niños, recuerdos, fotos, caricias, palabras de amor, reproches y reconciliaciones. Las paredes desnudas, el polvo en los rincones, el armario vacío desgarran mi alma y la dejan hecha jirones. Y sobre el escritorio aquel papel, aquella sentencia de muerte escrita con palabras gélidas por una mano impasible. Orden de desahucio. Y el miedo y la angustia y la tristeza infinita al pensar en esos niños que esperan tras la puerta. ¿Cómo decirles que su hogar ya no existe? ¿Cómo voy a poder protegerlos? ¡Oh, Dios! ¿Qué vamos a hacer?
Siete pisos de altura. Saltar al vacío. Un impacto. Un segundo. Y dejaré de sufrir. Quizás mis hijos sean más felices sin mí. Las lágrimas caen deslizándose sobre mi rostro cansado.  Las nubes se unen a mi pesar y lloran sobre el asfalto y sobre el parque llenándolo de charcos.
Levanto un pie y me sostengo en equilibrio. Cierro los ojos. Y, entonces, alguien llama a la puerta y una voz infantil me trae de vuelta a la esperanza. Bajo del alféizar y cierro la ventana. En una esquina del escritorio la orden de desalojo y, debajo de ella, el diario de la mañana con la noticia en primera plana: el rescate de la banca con dinero público. Ni siquiera siento rabia. Tan sólo una pena y una desilusión infinitas.
Tres pares de ojos inocentes me miran y me estremezco, y sé que la muerte tendrá que esperar. Desenredo el pelo que ha quedado enredado entre sus dedos ávidos y me despido de ella.



martes, 1 de abril de 2014

La bofetada

Con el deseo de ser una sociedad civilizada, que respeta los derechos y desprecia la violencia, a veces caemos en el extremo opuesto y propiciamos otra serie de males. Pretendemos a toda costa que nuestros hijos sean felices, intentando que lo tengan todo, protegiéndolos, teniéndolos entre algodones y no nos damos cuenta de que, con eso, no los ayudamos en absoluto a enfrentarse a la vida. Y ellos, como nosotros, tendrán que aceptar que la vida no es un camino de rosas, y vale más que empiecen a equivocarse solos, que empiecen a comprender que durante su camino se caerán muchas veces y tendrán que levantarse, lamerse las heridas y seguir adelante. Y tendrán que aprender que hay valores como el respeto, que no son negociables.

Eso es lo que intento con mi hijo y espero estar haciéndolo bien, porque mi instinto como madre es defender a mi cachorro con uñas y dientes.




Ya estaba hecho. Ya no había marcha atrás. La sorpresa en el rostro de su hija. La indignación, la rabia en sus ojos y el silencio en lugar de  gritos y  reproches. Por primera vez le había dado una bofetada, una bofetada que había impactado sobre la mejilla derecha de la niña, cuya piel se enrojecía por momentos, dejando cuatro marcas blancas, las marcas de sus cuatro dedos.
La situación se había hecho insostenible. Él pertenecía a otra generación, a una generación en la que el respeto a los padres era una premisa de oro, en la que los niños jugaban en la calle al balón, a la guerra o a pedradas y hacían mil y una diabluras, pero que, ante una mirada materna o paterna, bajaban la cabeza, se mordían la lengua y aceptaban el bofetón o el castigo sin rechistar.
No podía entender dónde estaba su pequeña, dónde estaba esa criatura que sonreía desde la foto que reposaba sobre su mesita de noche. Aquella niñita que se sentaba en sus rodillas y a la que le leía cuentos antes de irse a dormir. De la noche a la mañana, él, un hombre con más de medio siglo a sus espaldas, se había encontrado con un divorcio y la custodia de una adolescente en ciernes absolutamente irresponsable, que no estudiaba, que no hacía los deberes del colegio, que no aprobaba ni un examen, que exigía, exigía y exigía sin dar nada a cambio, como si la obligación de él no fuera otra que satisfacer los caprichos de aquel monstruo de quince años que lo desafiaba continuamente.
Ante sus ojos de militar retirado, pasaron las imágenes de niños desnutridos en países olvidados, el cuerpo sin vida de una criatura de apenas cuatro años destrozada por una mina, cuya sangre tiñó su uniforme de rojo y desgarró su corazón curtido, y recordó la mirada de agradecimiento de un niño al darle el pan de su almuerzo. Y no pudo más, y envió al cuerno los consejos de la psicóloga infantil y las modernas teorías sobre la educación y el maltrato, levantó su mano y asestó la bofetada. No se reconocía en aquella sociedad en que los hijos gritaban a los padres y les pedían pleitesía y en la que un bofetón en un momento oportuno era considerado causa de traumas infantiles.
Entró en su habitación y abrió la maleta. Y decidió huir de aquella sociedad hipócrita y narcisista que se encaminaba con pasos contados hacia el precipicio.


domingo, 23 de marzo de 2014

TARDES DE DOMINGO

Temo al domingo por la tarde. Es igual las horas que tenga por delante para escribir, para leer, para hacer cualquier cosa porque soy incapaz de hacer nada. Siempre me acecha la melancolía y la pereza y, entonces, me siento culpable por desperdiciar el tiempo. Me siento delante del ordenador intentando que salgan las palabras, intentando rellenar una a una las páginas de un relato o de una novela, pero soy incapaz. Hasta la inspiración sucumbe a la languidez.



La tarde se arrastra lenta y perezosa hacia el crepúsculo como si intentara resistirse a lo inevitable. Las tardes de domingo son siempre así, se enroscan, se aferran al quicio de la puerta para no marcharse, para no ser engullidas por la noche, para no dejar paso franco al lunes, ese día odioso en que la rutina acecha sigilosa para dar otro zarpazo a la vida. Otra vez la mediocridad, otra vez abandonar el lugar cálido entre las sábanas y enfrentarse al espejo con los ojos casi cerrados; otra vez el agua de la ducha resbalando por la piel, casi de madrugada, y el café que se bebe de un sorbo en la cocina, antes de apresurarse a tomar el tren junto a otras caras dormidas que son engullidas por las fauces de la rutina, que se alimenta de palabras y actos insustanciales.

Tarde perezosa de domingo. Acurrucada en el sofá mientras mis gatas duermen enroscadas sobre mi regazo, la melancolía se cuela en mi alma. Añoro a alguien que está lejos y anhelo una vida plena, en la que no desperdicie ni un solo minuto en hábitos y obligaciones que llenan mi vida de tonos grises. Y sé que un día no muy lejano haré el equipaje y empezaré a caminar hacia el lugar en el que realmente quiero estar y, entonces, los lunes tendrán otro significado.

sábado, 8 de marzo de 2014

RITA





Una bolita de pelo blanca y negra, chiquitina, inocente y dulce, con lindos ojos verdes. Nunca olvidaré a Leila pero querré a Rita tanto como la quise a ella y tanto como quiero a Claire. Rita, una cachorrita de apenas seis meses que ya me ha entregado su confianza, que duerme en mis brazos tranquila y relajada, hecha un ovillo, acurrucada en mi regazo.

Maullidos, bufidos y miradas de sorpresa… Se acercan, se huelen, se erizan...en su propio idioma gatuno, y, lentamente, les gana la curiosidad, se aceptan y conviven. No siempre es tan sencillo en el mundo humano, en el mundo humano donde abundan seres sin escrúpulos, violentos y desalmados, capaces de maltratar a los pequeños seres de cuatro patas que llenan nuestra vida de inocencia, cariño y alegría; que nos enseñan la importancia de la responsabilidad y del compromiso porque dependen absolutamente de nosotros.

Odio y asco siento por esos asesinos, por esos seres mutilados a quienes les falta el alma y el corazón y que no merecen el aire que respiran. Llamarles insectos sería degradar a una parte de la creación. Ellos son simplemente cáscaras vacías. Dios se quedó sin aire y no les pudo insuflar la humanidad.


Sentada junto a mis gatas que se acurrucan en mi regazo y ronronean, recuerdo lo que realmente importa, el hogar, la tranquilidad, los seres a quienes queremos y que nos quieren. Al final de nuestro camino, llevaremos en la mano nuestro libro de cuentas y lo único que habrá merecido la pena será el número de seres humanos o de cuatro patas a los que hayamos conseguido hacer felices.

Bienvenida a casa Rita. Bienvenida a nuestros corazones.

sábado, 1 de marzo de 2014

SANGRE EN EL ANDÉN

Hay momentos, imágenes, rostros o situaciones, en las que soy una mera observadora, que se quedan atrapados en un rincón de mi alma, arañándola, hurgando en ella, sin malicia, tan sólo reclamando mi atención para que, de alguna manera, los exorcice, los ventile, los airee y pueda dejarlos marchar.

Meses atrás, sucedió algo, nada extraordinario, algo que, por desgracia, es más habitual de lo que creemos, y de lo que fui mero testigo. El regusto que me dejó fue muy amargo y sentí un tremendo asco por algunos de los “seres humanos” que tenía al lado y una amarga desilusión al descubrir qué afiladas pueden ser las garras de la indiferencia.

Te lo dedico a ti, ni siquiera sé quién eres, que nunca sabrás que serás el protagonista de esta historia.










Estoy sentado al borde del andén y contemplo el mar. El cielo está despejado y las olas apenas se insinúan, tímidas y huidizas. Llegan, acarician la arena y retroceden. La brisa trae ese olor inconfundible a salitre, a pescado…nunca he sabido describirlo, tan sólo sé que, cuando estoy alejado de la costa, alejado de mi pueblo del Mediterráneo, lo añoro y que su ausencia me pesa.
Hay dos trenes detenidos en la estación. La gente se apiña y algunos han sacado sus móviles y hacen fotos a algo que hay entre las vías, fotos que, con toda seguridad, subirán a las redes sociales en cuestión de segundos.
La curiosidad me incita a acercarme hasta allí. Me incorporo, me mezclo con el grupo y me codeo con un hombre con la ropa sucia de pintura y una mochila al hombro. Unas señoras ancianas hablan entre ellas señalando el lugar. Una de ellas se santigua. Me codeo con varios estudiantes que sostienen carpetas de la universidad bajo el brazo mientras toman instantáneas sin pestañear. Y allí está, un cuerpo ensangrentado, mutilado entre los raíles. Un amasijo de carne y ropa desgarrada. Un brazo ha quedado unos metros más allá.  El rostro está desfigurado. Estupor y asco. Si no me alejo de allí, vomitaré.
Las puertas de uno de los trenes están abiertas. La gente se aplasta contra las ventanas. Fisgonean, estiran el cuello, hacen muecas, hablan por teléfono. Entro en el vagón y avanzo hacia una mujer madura que se ha quedado sentada, que ha girado la cabeza unos momentos hacia el lugar de la desgracia y que se ha quedado inmóvil, conmovida, inundada por la compasión.
A su lado, unos jóvenes, quizás estudiantes, hacen bromas burdas y se ríen del cuerpo destrozado.  Uno de ellos hasta comenta que se lo merece por gilipollas, tanto si ha sido por accidente, por cruzar las vías, como si se ha suicidado. La mujer madura fija sus ojos en él y la ira y el asco deforman su rostro, antes dulce por la piedad. Alguien, unos cuantos asientos más allá se queja de que haya quien tenga que suicidarse tirándose al tren y haciendo que los que van dentro tengan que esperar y aguantar el retraso. Si la empatía yace atropellada junto a un cadáver, ¿cómo podemos sorprendernos de que el mundo ande sumido en guerras fratricidas y matanzas sin tregua?. La semilla está sentada a nuestro lado en el asiento de un tren.
Salgo y me quedo en el andén. Las ventanas siguen siendo un mosaico de ojos y de móviles. Miro otra vez hacia donde está lo que antes era un ser humano y que ahora no es más que un fardo sin vida. De repente, algo me resulta familiar. Los restos de la camisa, a cuadros blancos y azules, un zapato marrón con una mancha de tinta en el empeine que ha llegado hasta allí por el impacto de la locomotora.
Y, entonces, recuerdo. La amargura, el miedo, la desilusión, el pánico, la certidumbre de que no podré soportar otro abandono, la certeza de que nada merece la pena, el minuto en que todo me pareció demasiado insoportable y el salto a la vía, y el olor a mar y el cielo azul y la gaviota que cruza el cielo y la risa de un niño. Nunca más. Demasiado tarde.
Estoy muerto. Yo soy ese amasijo de carne. Y todos miran. Y pocos me compadecen. Y miro hacia el vagón y me encuentro con esos ojos, que son un mar de piedad. Y aspiro profundamente. Y desaparezco.

viernes, 21 de febrero de 2014

INCERTIDUMBRES

Cuando tenía dieciséis años, admiraba a una de mis profesoras de BUP, mi profesora de Literatura Española (sí, sí, yo hice EGB, BUP y COU…qué tiempos aquellos…). Aquella profesora tenía veinticinco años, era independiente y vivía sola. Era mi modelo a seguir, el no va más, un sueño.

Durante aquella época, la de la adolescencia y la primera juventud, daba por hecho que, al llegar a los treinta, tendría un trabajo en el que me sentiría realizada, estabilidad económica, un hogar con un marido que me amaría el resto de mi vida y dos o tres hijos.

Cerca de los cuarenta y ocho, la vida me ha demostrado que no hay nada permanente, que la estabilidad es una quimera, que el cambio es la primera premisa de la vida y que pocas cosas hay que se mantengan inalterables.

Dejé atrás los dieciséis, los veinticinco y los treinta, y mi futuro sigue cubierto por la bruma. nada es como yo me lo había imaginado y continúo en la persecución de mis sueños. Pero ¿qué otra cosa es la vida? Caer y levantarse, soñar, planear y esperar con los brazos abiertos. 

Si he de ser sincera, uno de mis sueños sí se realizó y ya está a punto de cumplir catorce años. A buen entendedor, pocas palabras bastan.




Querida Violeta,

Estoy esperando el anochecer sentada en el porche de esta casa que, desde hace muchos años, es mi hogar. ¡Es un espectáculo tan bello! El sol desciende lentamente como si lo hiciera a regañadientes tiñendo el cielo de amarillo y naranja y, en un último esfuerzo, se aferra a la cima de las montañas, como te aferras tú a mí, cuando llega la hora de dormir y mamá te da la mano para llevarte a tu cama.

Y es entonces cuando la luna se restriega los ojos, tras su largo sueño diurno, y nos regala su luz para que no tengamos miedo a la oscuridad, y se queda colgada en el cielo como si tú la hubieras pintado con tus lápices de colores.

Los anocheceres al lado del mar son tan hermosos como los atardeceres en la montaña... Recuerdo un anochecer en Cádiz, sentada entre cojines, en un bar al lado de la playa, acurrucada en unos brazos... No es de extrañar que, desde entonces, la llegada de la noche, justo ese momento en que el sol y la luna se saludan, inunden mi corazón de paz. ¿No crees?

Mi pequeña niña, te escribo esta carta porque no pasará mucho tiempo antes de que el sol se esconda por última vez para mí. No te entristezcas. Es algo inevitable. Sé que seguiré a tu lado, cuando pises la hierba húmeda por el rocío, cuando camines por la orilla del mar, cuando contemples un anochecer. 

Mis manos y mi rostro son los de una anciana y mis pasos son torpes y lentos y, sin embargo, mi alma aún revolotea dentro de mí y, de tanto en tanto, se detiene, pliega sus alas y se sienta al borde de mi corazón, sosteniendo un lápiz entre sus dedos, inventando nuevas historias, como si mi vida fuera aún un cuaderno con las páginas en blanco. Y es que siempre queda algún trocito sin garabatear en el que añadir unas cuantas palabras…

Deja que tu alma escriba, Violeta¸ déjala que invente historias. No permitas que tu existencia sea como uno de esos libros que reposan olvidados en una estantería, acumulando polvo, por temor a que te hagan daño, por miedo a fracasar, a perder, a sufrir.

Tardé en aprender que el sufrimiento es parte de la vida, que no puedes retener a quien quiere irse y que, a veces, la muerte se lleva a los que quisieran quedarse contigo para siempre. No fue fácil comprender que no podemos aferrarnos a las cosas, que la incertidumbre es la única certeza y que hemos de ser valientes,  arriesgarnos y apostar por lo que queremos y por los que queremos.

Yo me caí mil veces, lloré, lamí mis heridas y volví a levantarme. Y un día me encontré contemplando un anochecer, al lado de un mar que susurraba con el acento del sur...y comencé a escribir mis propias historias...






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martes, 4 de febrero de 2014

EN MEMORIA DE LEILA

No es fácil acostumbrarse a las pérdidas. Es imposible acostumbrarse. Duelen. Siempre duelen. La garra de la muerte arrancándonos de cuajo un pedazo de nuestro corazón, dejándonos tan sólo lágrimas, tristeza, culpa, dejándonos desamparados sin poder creer todavía que aquel ser al que amábamos se haya ido para siempre. Aquel ser, humano o de cuatro patas, uno de esos animalitos que llegan a nuestras vidas y que se acurrucan en nuestro corazón llenándolo de calor y de dulzura. Ya he afrontado varias pérdidas en mi vida, las de algunos de esos seres peludos y las de mi madre y mi padre, pero nunca podré acostumbrarme. 

Ayer me dejó Leila, una de mis gatitas, mi gatita negra de apenas seis años. Seis años luchando juntas contra alergias, contra una faucitis crónica, visitas mensuales a su veterinaria, alguna operación. Hemos resistido,tenaces y valientes, pero sus riñones no han podido más. Ayer se durmió para siempre en una mesa de operaciones, conmigo a su lado, acompañandola hasta su último suspiro.

Esta entrada es para tí, Leila. Siempre estarás en mi corazón.





La dulzura en negro, piel sedosa y brillante, mirada inocente y limpia. Elegante y sigilosa, tímida y cariñosa. Un ángel que saltó del cielo mientras perseguía un trozo de nube con forma de ratón.  El destino dispuso que aterrizara en mis brazos y ella se hizo un ovillo en mi alma y la llenó de ternura.

Sus pisadas, sus correrías por la casa, sus juegos con Claire, sus maullidos reclamándome caricias. Su cuerpo junto al mío durante las noches, tranquila y feliz. Y mi sonrisa en la oscuridad al oírla llegar a mi cama para acurrucarse a mi lado.

Leila se ha ido para siempre, ayer me dejó y nadie podrá llenar el trocito de mi alma que se ha quedado vacío. Llegarán otros ángeles y ocuparán otros trocitos, pero no ese. Ese siempre será suyo y nadie ni nada podrá ocuparlo.

Leila ha regresado al cielo porque en el cielo andan escasos de ángeles. Cierto es que en la tierra los necesitamos mucho más aún, para llenar nuestras vidas de inocencia, de lealtad, de ternura, de amor sin condiciones y sin egoísmo, de todas esas cosas que, a menudo,  los seres humanos olvidamos que existen, perdidos en las apariencias, luchando contra molinos de viento, malgastando nuestro tiempo, perdidos en la rutina de nuestros trabajos, en las obligaciones, en las necesidades que nos hemos creado, sin hacer lo que realmente debería ser nuestro propósito, ser felices y llenar de felicidad la vida de otros.

Cuando yo también tenga que partir, no olvidaré llevar conmigo uno de sus juguetes, porque sé que ella estará esperándome a las puertas del Cielo, un ángel negro con un alma transparente.

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domingo, 19 de enero de 2014

SAN ANTÓN

Desde hace algo más de un año, mi vida transcurre entre Barcelona y Madrid ( por obra y gracia de ese angelote con alas y armado de flechas que todos conocemos), entre un pueblo de la costa y un pueblo de la sierra. El príncipe que Cupido eligió para mí (mi sapo, como ambos decimos bromeando) es también un gran amante de los animales, como yo, así que ahora sumamos tres hijos, dos gatas, una perra y una tortuga. La perra es suya y ahí la tenéis, en esa foto. Es una rottweiler cariñosa, buena y noble. ¡Qué lástima que las malas lenguas y la leyenda urbana le hayan dado el sobrenombre de peligrosa a esta raza!. Esta entrada se la dedico a ella, a Bruna, que, a sus doce años, sigue enriqueciendo nuestra vida con su presencia. Y se la dedico también al párroco de la iglesia de San Antón , que ayer deseó a esta dulzura de perra que tardara mucho en conocer al santo Abad.


Bruna olisqueaba inquieta el aire, rodeada por perros de todas las razas y tamaños... de todas las razas y tamaños al igual que sus dueños, que acompañaban, alegres y parlanchines, a sus mascotas. Altos, bajos, gordos, flacos, damas y caballeros de la cofradía del amor sempiterno a cualquier criatura de cuatro patas. 

La Iglesia de San Antón, en la calle Hortaleza, se tapaba, a ratos, los oídos, aturullada por el constante concierto de ladridos, maullidos, risas y voces que la rodeaban. Los animalitos llegaban para ser bendecidos en el día de su patrón, San Antonio Abad y para cumplir con la tradición de dar tres vueltas a la iglesia, que abría sus puertas para tan importante ocasión.

Bruna llegó hasta el lugar de la mano de su orgulloso amo, un grandullón con barba blanca que reía mientras intentaba controlar a su perra, que no sabía si acercarse al dogo Alemán, a la caniche vestida de faralaes o al bulldog francés que ladraba unos cuantos humanos por detrás de ella. Se sentaba y se volvía a levantar. Inclinaba la cabeza para mirar a su dueño con sus grandes ojos castaños, llenos de inocencia y de dulzura preguntándose qué hacían allí, rodeados de semejante alboroto, en lugar de trotar por algún lugar de la sierra como siempre hacían. 

La marea humana y perruna avanzaba lentamente, girando alrededor de la manzana mientras que los animalitos recibían la bendición de manos del párroco, que se interesaba por sus nombres y por sus edades. Y por fin llegó su turno y también recibió ella su bendición y, cumplida la tradición, regresaron al hogar, con una bolsa de dulces de San Antón como recuerdo.

Tumbada a los pies de su amo, que dormitaba en el sofá, agotado por la larga espera y las emociones, Bruna soñaba ladrando y moviendo las patitas, como si aún estuviera a las puertas de la iglesia y jugara, tranquila y feliz, al pilla pilla con algunos de los perritos que había conocido aquella tarde.
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