Con
los pies en el alféizar de la ventana, a siete pisos de altura, la tristeza y
la desesperación me susurran al oído, me estiran del cabello y danzan a mi alrededor
en su afán por hacerme trastabillar.
Nubes
grises, atiborradas de lluvia, se apiñan sobre los tejados como sucios trozos
de algodón, asiéndose a las antenas de televisión para impedir ser arrastradas
por el viento que sacude y voltea la ropa tendida. Las cortinas revolotean en
la habitación.
Sobre
la cama, mi maleta, cajas recién embaladas llenas de libros, sábanas, sonrisas,
cuadros, llantos de niños, recuerdos, fotos, caricias, palabras de amor,
reproches y reconciliaciones. Las paredes desnudas, el polvo en los rincones,
el armario vacío desgarran mi alma y la dejan hecha jirones. Y sobre el
escritorio aquel papel, aquella sentencia de muerte escrita con palabras
gélidas por una mano impasible. Orden de desahucio. Y el miedo y la angustia y
la tristeza infinita al pensar en esos niños que esperan tras la puerta. ¿Cómo
decirles que su hogar ya no existe? ¿Cómo voy a poder protegerlos? ¡Oh, Dios!
¿Qué vamos a hacer?
Siete
pisos de altura. Saltar al vacío. Un impacto. Un segundo. Y dejaré de sufrir.
Quizás mis hijos sean más felices sin mí. Las lágrimas caen deslizándose sobre
mi rostro cansado. Las nubes se unen a
mi pesar y lloran sobre el asfalto y sobre el parque llenándolo de charcos.
Levanto
un pie y me sostengo en equilibrio. Cierro los ojos. Y, entonces, alguien llama
a la puerta y una voz infantil me trae de vuelta a la esperanza. Bajo del
alféizar y cierro la ventana. En una esquina del escritorio la orden de
desalojo y, debajo de ella, el diario de la mañana con la noticia en primera
plana: el rescate de la banca con dinero público. Ni siquiera siento rabia. Tan
sólo una pena y una desilusión infinitas.
Tres
pares de ojos inocentes me miran y me estremezco, y sé que la muerte tendrá que
esperar. Desenredo el pelo que ha quedado enredado entre sus dedos ávidos y me
despido de ella.
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