El naúfrago contempla el mar desde la orilla a la que ha llegado exhausto, entumecido de frío y casi desnudo. Se arrodilla en la arena y respira con dificultad. No puede creer que haya conseguido llegar a tierra y que las olas enfurecidas no lo hayan engullido, furiosas, y arrastrado hacia el fondo del mar o contra el arrecife.
El barco que hasta hacía unas pocas horas surcaba, veloz y orgulloso, las aguas tranquilas bajo un cielo azul apenas salpicado de nubes blancas, ha sucumbido a la feroz tormenta que metaformoseó a aquellas en monstruos voraces, y de él no han quedado más que informes pedazos que flotan como testimonio de que el mar, símbolo de vida, también guarda una guadaña capaz de segar sueños.
El naúfrago se mira las manos vacías y su cuerpo desnudo, pero tras horas de agonía descubre que, aun vacías, aún tiene sus manos y que su cuerpo desnudo, magullado y sangrante, puede ponerse en pie y caminar.
Creyó que jamás conseguiría escapar a la fuerza inmisericorde de las olas, a la indiferencia del viento que destrozó velas y mástiles y que lo vapuleó y arrastró como una marioneta rota, mientras se hundía una y otra vez y pataleaba para salir a la superficie.
Pero allí está, milagrosamente vivo, y el mar duerme y se mece. Y, tan solo los restos del naufragio delatan su noche de furia y crueldad.
Restos del naufragio: recuerdos, fotos, imágenes, ilusiones rotas, decepciones, llanto, su voz y, a veces, su presencia en el mundo onírico, en donde aún puede abrazarme.
Y como el naúfrago, he llegado a tierra y toco la arena con mis manos, y soy capaz de ponerme en pie, magullada y herida y casi desnuda, pero con una mayor clarividencia, mezcla de la tristeza y las decepciones. Y sólo existen dos opciones, dejar de luchar contra las olas y hundirse, o arrastrarse a la orilla y seguir viviendo, recogiendo los restos del naufragio, llevándolos como mochila, no como ancla.