Aviso para navegantes

En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

domingo, 19 de enero de 2014

SAN ANTÓN

Desde hace algo más de un año, mi vida transcurre entre Barcelona y Madrid ( por obra y gracia de ese angelote con alas y armado de flechas que todos conocemos), entre un pueblo de la costa y un pueblo de la sierra. El príncipe que Cupido eligió para mí (mi sapo, como ambos decimos bromeando) es también un gran amante de los animales, como yo, así que ahora sumamos tres hijos, dos gatas, una perra y una tortuga. La perra es suya y ahí la tenéis, en esa foto. Es una rottweiler cariñosa, buena y noble. ¡Qué lástima que las malas lenguas y la leyenda urbana le hayan dado el sobrenombre de peligrosa a esta raza!. Esta entrada se la dedico a ella, a Bruna, que, a sus doce años, sigue enriqueciendo nuestra vida con su presencia. Y se la dedico también al párroco de la iglesia de San Antón , que ayer deseó a esta dulzura de perra que tardara mucho en conocer al santo Abad.


Bruna olisqueaba inquieta el aire, rodeada por perros de todas las razas y tamaños... de todas las razas y tamaños al igual que sus dueños, que acompañaban, alegres y parlanchines, a sus mascotas. Altos, bajos, gordos, flacos, damas y caballeros de la cofradía del amor sempiterno a cualquier criatura de cuatro patas. 

La Iglesia de San Antón, en la calle Hortaleza, se tapaba, a ratos, los oídos, aturullada por el constante concierto de ladridos, maullidos, risas y voces que la rodeaban. Los animalitos llegaban para ser bendecidos en el día de su patrón, San Antonio Abad y para cumplir con la tradición de dar tres vueltas a la iglesia, que abría sus puertas para tan importante ocasión.

Bruna llegó hasta el lugar de la mano de su orgulloso amo, un grandullón con barba blanca que reía mientras intentaba controlar a su perra, que no sabía si acercarse al dogo Alemán, a la caniche vestida de faralaes o al bulldog francés que ladraba unos cuantos humanos por detrás de ella. Se sentaba y se volvía a levantar. Inclinaba la cabeza para mirar a su dueño con sus grandes ojos castaños, llenos de inocencia y de dulzura preguntándose qué hacían allí, rodeados de semejante alboroto, en lugar de trotar por algún lugar de la sierra como siempre hacían. 

La marea humana y perruna avanzaba lentamente, girando alrededor de la manzana mientras que los animalitos recibían la bendición de manos del párroco, que se interesaba por sus nombres y por sus edades. Y por fin llegó su turno y también recibió ella su bendición y, cumplida la tradición, regresaron al hogar, con una bolsa de dulces de San Antón como recuerdo.

Tumbada a los pies de su amo, que dormitaba en el sofá, agotado por la larga espera y las emociones, Bruna soñaba ladrando y moviendo las patitas, como si aún estuviera a las puertas de la iglesia y jugara, tranquila y feliz, al pilla pilla con algunos de los perritos que había conocido aquella tarde.
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viernes, 10 de enero de 2014

CAMPANADAS DE FIN DE AÑO

Con las doce campanadas, me di de bruces con el nuevo año, casi sin creérmelo.  Y, como era inevitable, miré hacia atrás y contemplé lo que me había deparado el año que acababa de despedirse. Sonrisas y lágrimas. Sorpresas inesperadas. El amor. Y problemas. Y deseos. Y propósitos que no se cumplieron y otros que me han acompañado a lo largo de los meses. Uno de esos propósitos fue despertar a la escritora dormida, sacudir el polvo a un sueño de la infancia, escribir, porque realmente soy yo misma cuando tengo un teclado en mis manos. Cuando escribo, la máscara cae y puedo ser quien realmente soy. A lo largo del año anterior, escribí los tres relatos que he publicado en este blog,  me atreví con una novela juvenil a la que le estoy dando los últimos retoques (siendo consciente de que es algo más que el ejercicio de una aprendiza y que me queda mucho camino por recorrer). Mientras corrijo (por enésima y espero que última vez mi novela) pienso en la próxima, en el posible tema, en posibles personajes, me pregunto si será juvenil o para adultos y pienso en nuevos relatos. El tiempo no me da para más, no me da para más que para pequeñas reflexiones como la que dejo a continuación.


El tiempo cae sin cesar o se eterniza en una gota de agua que se desliza lentamente dibujando diminutos senderos en el cristal de una ventana. El tiempo cae, pasa, nos golpea y nos acaricia. Nos desespera cuando esperamos y no nos espera cuando nos quedamos atrás.

A veces, la melancolía nos acompaña un trecho del camino cuando el tiempo pasado nos duele y, otras, es la impaciencia quien se nos une cuando el futuro se nos aparece lejano y lleno de brumas.

Uno o uno los recuerdos acuden fieles a la llamada de las campanadas de final de año, y fieles acuden también los sinsabores y las decepciones. Y, al mismo tiempo, la esperanza y los proyectos para los siguientes trescientos sesenta y cinco días se acurrucan en el corazón, como se acurruca mi gata en mi regazo, confiada e inocente, ajena a mis cavilaciones, ajena a las dificultades, ajena a la melancolía.

Y evoco a mis padres. Mi madre muerta, tumbada en su cama, pálida. Y la certeza de su pérdida. Y la incredulidad de que eso sea todo, de que se haya ido sin más. Y, un año después, la mano de mi padre entre las mías, y sus ojos en los míos, respirando con dificultad, mientras le acaricio el cabello blanco. Y su último suspiro. Y todos alrededor de la cama del hospital. Y el adiós. Tantas cosas sin decir, tantas cosas que no entendieron y no pudieron compartir. Y el amor y la dedicación: su legado.

Doce campanadas. La familia reunida y el recuerdo de los que ya no están. Y alguien que llegó a mi vida el año anterior con el firme propósito de quedarse. Y el deseo de ser yo misma, de desprenderme de lo que me limita, de encontrar el camino, de hallar el valor para no perder ni un sólo minuto de los años que me quedan siendo una pieza más de un engranaje que me asfixia.

Un nuevo año da comienzo. Días, meses, años. Esos compartimentos en que el ser humano ha seccionado el tiempo como si el tiempo se pudiera seccionarse.


Y abro un cuaderno y hago una lista de propósitos.  Y con la mano en la barbilla miro a través de la ventana y sonrío. Trescientos sesenta y cinco días para seguir soñando.
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domingo, 5 de enero de 2014

EL ESTANQUE DE LAS TORTUGAS

El ronroneo de una de sus gatas la hizo regresar a la realidad y miró hacia la ventana buscando a través de los cristales la imagen de la sierra de Guadarrama, la nieve en las cumbres de las montañas, el campanario coronado con varios nidos de cigüeñas, el vuelo de algún ave rapaz. Nada. Delante de sus ojos tenía un edificio, separado del suyo por una estrecha calle que en aquel momento hervía de bullicio. Era sábado por la mañana, los comercios estaban abiertos y la gente se afanaba cargando bolsas,  empujando carritos de la compra, arrastrando de la mano a niños que protestaban, saludándose entre sí y entorpeciendo el paso al resto de transeúntes.

Una semana antes, a esas horas, tenía una taza de café entre las manos y, recién levantada, con el cabello enmarañado y los ojos somnolientos, estaba asomada a un  balcón que no era el suyo, estremeciéndose con la brisa fresca de la mañana, mirando al horizonte, contemplando cimas blancas y laderas verdes. Dos meses antes, ni tan sólo habría imaginado que en aquel momento estaría en Madrid, en un pequeño pueblo de la sierra, la piel impregnada del perfume de aquel hombre al que el azar la había unido. Un hombre con un alma en la cual podía perderse, en la que era necesario entrar asiendo el hilo de Ariadna, siguiendo sendas, caminos ignotos nunca recorridos por nadie; caminos y sendas que ella exploraba, con precaución, sin prisas, deteniéndose a veces cuando, de repente, al doblar un recodo, se encontraba con las ruinas de un castillo, en tiempos inexpugnable. Y se acercaba y acariciaba con sus manos los muros derruidos y cerraba los ojos, tratando de imaginar… Y continuaba caminando y los restos calcinados de una pequeña aldea la hacían detenerse otra vez. Y dibujaba un corazón en la ceniza y alzaba los ojos al cielo en una pequeña plegaria. Y seguía caminando. Otras veces, un niño aparecía en el camino, corriendo y saltando, jugando a la guerra,  y el niño le sonreía y ella intuía en él los gestos del hombre que la abrazaba murmurando palabras de amor.  Otras veces, creía ver, en una de las encrucijadas, a un guerrero de armadura polvorienta y desvencijada que se alejaba cabalgando al trote, desengañado del clamor de las cruzadas.

¿Existía el azar? ¿No sería el azar un gran puzle en el que Dios iba encajando piezas? Otra de sus gatas saltó con elegancia al sillón en el que estaba sentada y restregó suavemente la cabeza contra la pantalla de su ordenador. Una estilizada figura negra de ojos grises y andar sinuoso, casi invisible en su timidez. Su compañera de juegos había dejado de ronronear y se había acurrucado en el regazo de Blanca. Ella siguió reflexionando sobre el azar, mientras deslizaba sus dedos entre la piel color azabache del pequeño felino de espíritu salvaje y límpido, de espíritu cristalino como sólo puede ser el espíritu de un animal.

Dios encaja piezas sin tener en cuenta el tiempo o el espacio, porque el tiempo y el espacio son únicamente medidas humanas, tentativas de pobres seres asustados que intentan reducir a números la realidad, que intentan poner coto a la vida, creyendo que de esa manera la vida y la realidad les rendirán pleitesía. El tiempo y el espacio no cuentan cuando Dios toma entre sus manos las pequeñas piezas de su creación y las une.

Trece años de diferencia. Seiscientos kilómetros de distancia. Trece años no son nada cuando dos corazones se encuentran en el camino. Seiscientos kilómetros no son nada para las ruedas de un tren que avanza con decisión y tenacidad sobre los raíles, uniendo vidas, tejiendo historias.
Blanca esperaba en el andén con una pequeña maleta naranja. Era su primer viaje a Madrid después de muchos años. El mar Mediterráneo que mecía su existencia quedaría atrás durante unos días. Sostenía su billete en la mano y la consumía la impaciencia. El AVE con destino Madrid-Puerta de Atocha haría su entrada a las dieciséis horas treinta minutos. Blanca no apartaba su vista del túnel esperando el momento en que el convoy entraría en la estación y se detendría lentamente. Coche 8, plaza 08A. Era la primera vez que viajaría en AVE. En tren se desplazaba cada día, en el tren de cercanías que unía su hogar con la empresa en la que trabajaba. Nada que ver con el sentimiento que la embargaba en aquel momento. Seiscientos kilómetros de distancia que irían reduciéndose minuto a minuto, acercándola al hombre que estaría esperándola a su llegada a Atocha, impaciente, sonriente, como quien espera un deseo largamente acariciado y por fin concedido.

Y, entonces, la locomotora emergió de la oscuridad como el hocico de un gran dragón blanco surgiendo de su cueva, y avanzó reduciendo la velocidad hasta que frenó y abrió sus puertas. De su interior descendieron otros pasajeros arrastrando maletas, dirigiéndose hacia las puertas de salida, anticipando ya, algunos, el encuentro con sus seres queridos; ansiosos, otros, por llegar a sus hogares en los que sólo los esperaría el silencio, quien les recriminaría que regresaran solos una vez más, sin traer con ellos risas, caricias, besos, esperanza.

Blanca tiró del asa de su maleta y caminó hacia el coche número 8. Subió los escalones y entró en el vagón. Avanzó por el estrecho pasillo hasta que encontró el número de su asiento y, con algo de esfuerzo, depositó su equipaje en la parte de arriba de la cabina. Iría en ventanilla, viendo cambiar el paisaje a través del cristal, alejándose de la costa, acercándose a las luces de Madrid y al pequeño pueblo donde Federico tenía su hogar o, como él decía en alguna ocasión, su guarida. A su lado se sentó un hombre joven que había dejado la adolescencia a la vuelta de la esquina y, al otro lado del pasillo, una madre intentaba calmar el llanto de una niña de corta edad enseñándole las ilustraciones de un cuento infantil mientras la acunaba con dulzura.

Las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha con puntualidad, con lentitud al principio, ganando velocidad a medida que se alejaba de la estación y dejaba atrás la ciudad. Y, con cada traqueteo, Blanca se sentía más liviana, como si su alma se aligerara de antiguos lastres, como si quisiera alzar el vuelo ante el nuevo sentimiento que había germinado y echado raíces en su interior. La duda, la incertidumbre se resistían a marcharse. El temor a una nueva perdida se aferraba a su corazón sin querer soltarlo. Y ella seguía adelante, sintiendo que no había más certeza en la vida que la de arriesgarse.

Una azafata de amplia sonrisa ofreció auriculares para poder escuchar música o ver la película que se proyectaría durante el trayecto. Ella aceptó la caja redonda y minúscula, gris y lila, y la colocó sobre la mesa abatible del asiento.   Miró a través de la ventanilla. Sus ojos revolotearon sobre el paisaje mientras su alma retrocedía hacia rincones recónditos, sacudiendo el polvo de antiguas fotos en blanco y negro que ni siquiera sabía que existían, como aquellas que encontraron en una caja de cartón a la muerte de sus padres y que despertaron recuerdos dormidos y una intensa melancolía.

Una niña, con el pelo recogido en unas largas trenzas, estaba sentada junto a su madre en otro tren que avanzaba penosamente a través de una tierra árida. Su padre en el asiento de enfrente, fumaba un cigarrillo. Un niño, su hermano, casi un adolescente, y otra niña, su hermana, algo mayor que ella, estaban ensimismados. Su hermano, concentrado en la lectura de un libro. Su hermana, peinando a una sufrida muñeca, regalo de los Reyes Magos de Oriente. Era verano y habían dejado la ciudad a orillas de la costa catalana en donde residían, para ir al encuentro de su familia en un pueblo bañado por el mar andaluz. Inmigrantes que regresan a un hogar que saben que  nunca más les pertenecerá, a una tierra en la que saben que sus cuerpos nunca reposarán cuando el tren de la vida haga su última parada.

La niña dibujaba figuras imaginarias en la tapicería verde de su asiento, seria, con una mirada en la que se adivinaba una madurez precoz, en la que se vislumbraba la pena y la decepción de otros y que ella había abrazado, sin ser suyas, para aligerarlos del peso. La niña contempló a su madre, sus gestos, y tomó un pedacito de la amargura que percibió en sus labios fruncidos y la guardó. Y miró a través de los cristales de la ventanilla del tren. Y vio reflejada en ellos a una mujer adulta, también madre, y, danzando sobre sus labios, percibió una sonrisa.

El AVE con destino Madrid Puerta de Atocha comenzó a disminuir la velocidad, haciendo entrada en aquella estación situada en el centro de la capital en la que se unían el pasado y el futuro. Unos instantes después, se detuvo.

Blanca tomó su maleta y ascendió las escaleras, alejándose del andén. Al otro lado de las cristaleras,  un hombre alto, corpulento, de barba blanca y una mirada en la que la vida se desbordaba alborozada –Santo Grial que se concede a los que, aún muertos de miedo, beben el vaso de la existencia sin que les tiemble la mano– le sonreía lleno de alegría.


Antes de que Federico y Blanca recorrieran los pasos que los separaban, el niño que corría y saltaba y jugaba a la guerra se adelantó y abrazó a la niña de trenzas. Y ambos sonrieron y se alejaron bailando hacia el estanque de las tortugas de la antigua estación de Atocha, un lugar mágico en donde pueden empezar muchos cuentos, siempre y cuando alcemos la barrera del paso a nivel y nos atrevamos a perseguir los sueños.

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sábado, 4 de enero de 2014

El CUERPO INVISIBLE

Como aprendiza de bloguera, he borrado una entrada que había publicado hace unos días. Conservo el relato, pero no la reflexión que había hecho en el momento de la publicación. Comentario sobre la crisis, sobre los que realmente la estamos sufriendo (trabajadores por cuenta ajena, autónomos y funcionarios y, evidentemente, los desempleados) mientras que nuestros políticos discuten entre sí y se critican los unos a los otros, sin que les importe lo más mínimo el sufrimiento que hay a pie de calle. Y ¿qué decir de los grandes empresarios o banqueros?
El relato está inspirado en un personaje real. El resto es ficción.



Nunca supe por qué eligió aquel lugar y nunca se lo pregunté. Y soy incapaz de recordar cuándo advertí su presencia por primera vez; pero, desde que eso sucedió, la tristeza que destilaban sus ojos germinó en mi alma, echando raíces que crecieron enredándose entre mis pensamientos y que se deslizaron hasta lugares recónditos que ni yo misma conocía.
Hay encuentros que olvidamos al tiempo que cerramos una puerta y otros que anidan en nuestro corazón y nunca se marchan.
Un hombre sentado en un peldaño de las escaleras de una entidad bancaria. Un hombre de edad imprecisa y mirada ausente, perdida en algún punto de su memoria. Inmóvil, casi inmóvil, con la mano entreabierta y apenas extendida al encuentro de una moneda. Recuerdo sus pupilas azules, el cabello enmarañado y sucio y su barba incipiente. Un hombre corpulento, de ropa gastada, envuelto en un abrigo. Un hombre impasible al frío que penetra en los huesos y que hace que los transeúntes aprieten el paso sin dedicarle ni un segundo de su atención. No existe. Es transparente.
Día tras día lo encuentro en el mismo lugar junto a una enorme mochila verde en la que intuyo que guarda todas sus pertenencias. Día tras día la rutina engulle los minutos, nutriéndose de sueños sin dueño. Cada día me siento frente a mi ordenador y despacho decenas de documentos, aplicando normativas en las que no creo, utilizando palabras carentes de vida, una pieza más de un gran engranaje. Cada día, el hombre de edad imprecisa y mirada ausente extiende su mano. Y nunca soy capaz de detenerme y devolverle el don de la visibilidad.

Día tras día. Un día y otro día. Y la angustia. Y esa terrible angustia. Una garra que me retuerce el estómago, que me destroza, una hiena que huele la carroña en la que me he convertido. No soy nada. No valgo nada. Me arrastro. Caigo al vacío a través de un pozo que no tiene fin. Siento pena. Siento odio. Siento miedo. Y no siento nada. Y sigo inmóvil. ¿Hacia dónde puedo ir? Hace tiempo que me apartaron del camino como a un perro atropellado.
Las imágenes llegan a mí arrastradas por la marea del tiempo. Los días de mi infancia, las rebanadas de pan con chocolate, el olor a jazmines, la sonrisa de mi madre,  los días de playa en el pueblo de mis padres  con mis tíos y mis primos; la Fiesta Mayor, la feria, el algodón de azúcar, los partidos de fútbol en el patio del colegio, las trenzas de mi hermana pequeña, la emoción del primer beso en unos labios frescos, con el sabor de la niñez apenas abandonada; el deseo aflorando, recorriendo mi piel y sorprendiéndome con los soldaditos de plástico en la mano…
Sentado aquí, el tiempo pasa y pasan las personas, decenas de personas que corren presurosas a encontrarse con la rutina diaria y que retornan unas horas más tarde a sus hogares, creyéndose a salvo del desamor y el desamparo. Ni siquiera me ven. O ellos son ciegos o yo no existo. Quizás sólo soy el sueño de alguien que está a punto de despertar. O quizás es que no se toman la molestia de mirarme.
Hoy ha cumplido doce años. Me pregunto si aún me recuerda… No creo que haya podido olvidar mi voz cuando, a punto de irse a dormir, le leía cuentos de ogros, princesas y dragones. No creo que haya podido olvidar mis abrazos. Yo nunca podré olvidar ni uno solo de los momentos vividos con ella. Son parte de mí como mi sangre, mi piel y mis lágrimas. Y como lágrimas son las horas que caen dejando un rastro de desesperanza, mientras sigo aquí sentado sin propósito alguno. Y extiendo mi mano.
La puerta se cerró y tras ella quedaron las risas infantiles y el perfume de mujer. Y una tras otra todas las puertas se cerraron hasta que, peldaño a peldaño, comencé el descenso a mi propio infierno, uniéndome a ese grupo de cuerpos invisibles que pueblan las esquinas, compartiendo tragos que abrasan el estómago y aletargan la mente, deseando borrar la vergüenza, el miedo, la culpa: la culpa por haber perdido el rumbo y el valor para seguir adelante y acabar siendo una sombra, un esperpento.
 Eso es lo que leo en algunos de los pocos rostros que se giran a mirarme. Una acusación muda por seguir aquí sentado con la mano extendida. Y es que ignoran que, quizás,  algún día,  ellos estarán sentados en un recodo de la vida, preguntándose cómo llegaron hasta allí.

La llave gira y abro la puerta de mi hogar. Tras ella espera una criatura cuya presencia  dulcifica mis días, un ser que impide que la desesperación traspase el umbral desde que se hizo cancerbero de mi casa y de mis recuerdos. Un ser víctima inocente de un individuo despiadado al que deseo, sin arrepentirme ni un segundo, que sufra eternamente,  porque no hay otra cosa que se merezca un monstruo sin alma, una bestia inmunda y cruel capaz de pisotear la inocencia y la bondad de este ángel que apoya su cabeza en mi regazo, mientras acaricio su hocico largo y su cuerpo asombrosamente esbelto. Un galgo, mi galgo, recogido de la cuneta, desnutrido y ensangrentado, entregado a una muerte segura. Y, al mirarlo, el odio me ciega y deseo que la muerte que lo acechaba se cebe en el monstruo sin alma que lo torturó. Y no pido a Dios que me perdone.
Y con dulzura recorro la cicatriz de su lomo. Y con dulzura él recorre las cicatrices de mi interior y lame la pena que rebosa por alguien que se marchó un día, de repente, sin desearlo, y cuya vida se truncó también en la cuneta de una carretera, entre el amasijo de hierros de un automóvil. Su vida se truncó y se marchitó mi alegría, como una flor cercenada de cuajo y abandonada en un triste vaso de agua. 
Deslizo mis dedos sobre su piel, acariciando cada trocito de su cuerpo para borrar cualquier rastro del malnacido que le causó tanto daño.  Su mirada vaga y se posa en mis ojos. Alza su pata y la apoya en mi mano. Y me reconcilio con la existencia.
El chorro de agua de la ducha cae sobre mi cuerpo desprendiendo la frustración de la mañana, desprendiendo el hastío de otro día igual al anterior; y el jabón arrastra las últimas palabras sin sustancia, sin contenido, que se habían adherido a las puntas de mi pelo, enredándolo.

Llega la noche y pido asilo en el albergue. La primavera apenas despunta y el frío deambula por las calles en cuanto la oscuridad se despereza estirando sus brazos sobre la ciudad. Una noche más clamando al sueño en poco más que un jergón, mientras oigo la respiración de otros tantos como yo, polizones de una vida que ya no nos pertenece. Y, cuando la fatiga me arrastra hacia la inconsciencia, regresan a mí escenas del pasado. Y me veo a mí mismo, elegante en traje y corbata, estrechando la mano de un cliente con la seguridad del que se cree insustituible y respetado. Y me veo a mí mismo abrazando un cuerpo femenino que se estrecha junto al mío hambriento de ternura. Y me veo a mí mismo calmando el llanto de un bebé que huele a rocío y flores silvestres. Y me veo a mí mismo y no me reconozco.
El gemido de uno de mis compañeros nocturnos interrumpe mi peregrinación involuntaria por los caminos sinuosos de mi memoria. El lamento se repite y se convierte en un murmullo incomprensible. Él también debe de estar braceando entre recuerdos, intentando salir a flote mientras los fantasmas del pasado lo arrastran hacia las simas de la desesperación. Sueño o vigilia. No importa. El pasado siempre regresa. Zafarse del presente es una quimera. Y somos incapaces de dar un paso hacia lo que está por venir.
No consigo volver a dormir y echado en el colchón, con los ojos abiertos, escudriño la oscuridad rogando que el sueño anestesie de nuevo la angustia y la soledad que me rodea y asfixia. Y no puedo controlar las lágrimas añorando la calidez de un cuerpo dormido a mi lado.
La suspensión de pagos de la empresa zarandeó nuestra existencia y resquebrajó la burbuja de felicidad que habíamos creado. Y resultó que no era más que eso, una burbuja que no resistió al primer embate de la cruda realidad. Largos meses de desempleo, el amor propio encogiéndose, desinflándose como un globo.
Los reproches de ella, silenciosos al principio, se preñaron de quejas, críticas y de decepción.  Y fue el desencanto reflejado en sus ojos el golpe de gracia a mi hombría, esa herencia transmitida durante siglos de padres a hijos, fuego fatuo que no nos protege del enemigo más poderoso, la soledad.

La luna se filtra a través de la persiana a medio cerrar. No puedo conciliar el sueño en esta cama que se me antoja enorme desde que duermo sola. Las sábanas me envuelven, la cálida manta de lana –tejida por mis propias manos cuando creía que nada podría destruir los cimientos de mi pequeño mundo– no consigue desterrar el frío que se adueña de mi interior en estas noches en que su espíritu comparece ante mi puerta invocado por mi propia nostalgia. La añoranza es como una zarpa que me desgarra.  No puedo soportar su pérdida. No puedo soportar su ausencia. Y la luz del día me encuentra insomne, acurrucada y trémula.
Ajenos a la inoportunidad del destino, hicimos planes que incluían unas vacaciones en Bali, un par de niños alegres e inteligentes, una casa en un pueblecito costero y un largo paseo hacia la vejez cogidos de la mano, juntos, sin miedo.
Un conductor que superó la tasa de alcoholemia y que invadió el carril contrario. Un impacto, un segundo. Y gritos. Y llanto. Y noches de insomnio. Y el ruido del porvenir al estrellarse contra el suelo y hacerse añicos.
Me incorporo y pongo los pies en el suelo. Alargo mi brazo hacia el chal que él me regaló y lo echo sobre mis hombros. Encamino mis pasos hacia la ventana y miro hacia afuera. La calle está desierta y en penumbra, iluminada tan solo por unas cuantas farolas de luz mortecina.  La luna ha quedado atrapada en un enjambre de nubes. No tardará en amanecer y la ciudad me reclamará otra vez. Y yo acudiré a su llamada, no sé por qué ni para qué.
Escribo un nombre en el cristal. La superficie está fría.  Entonces vuelve a mí la imagen del hombre con la mochila verde y me pregunto qué hará en noches como ésta. Oigo ruido a mi espalda, un trotecillo procedente de la cocina. Un par de ojos ingenuos me observan. Me arrodillo y abrazo con dulzura al propietario de esos ojos. Y, a pesar de la pena que se niega a marcharse, me siento afortunada. No he perdido la facultad de amar.

La madrugada se cuela curiosa a través de las rendijas y se desliza por debajo de las puertas, y se diría que retrocede sorprendida ante la patética y estremecedora escena que tiene lugar en el interior del albergue.
Hace apenas unos minutos, la sirena de una ambulancia, alertada por el responsable del refugio, ha perturbado el silencio que arropaba a la noche. Sobre uno de los jergones yace uno de los que, como yo, no tiene más hogar que un trozo de acera. El equipo médico intenta reanimarlo. Coma etílico. El hedor a vómito inunda la estancia, uniéndose al hedor a sudor y mugre. Tras los gritos y los vómitos sobrevino el desmayo, la pérdida de consciencia. No se oye más que el diálogo del facultativo con el enfermero. Sus voces apagadas, susurrantes, me estremecen como un mal augurio.
Unos momentos después, trasladan su cuerpo a una camilla y se dirigen hacia el exterior. La sirena aúlla a la madrugada y su bramido se pierde en la distancia. El alba disipa las sombras. Uno a uno nos incorporamos y esquivamos la mirada de los otros. Nos asalta la misma angustia. El mismo desasosiego nos quebranta, pero no queremos confesarlo ante los demás, como si callando pudiéramos evitar que lo que tememos suceda. Hoy ha sido él, quizás mañana las puertas de una ambulancia se cierren tras de mí. Quizás mañana alguien encuentre mi cuerpo frío en una esquina, con la mano extendida.
Entro en el aseo del albergue y me lavo la cara y las manos. Sueño con una ducha caliente e interminable. Me contemplo en el espejo. Un rostro ajado, envejecido prematuramente por las noches gélidas,  por el sol inmisericorde, por el hambre y por la nostalgia. Contemplo mis manos ásperas, antaño acostumbradas a acariciar con suavidad las teclas de un piano y a crear melodías al deslizarse por el cuerpo de una mujer.
 La calle me espera. He perdido la noción del tiempo. No sé qué día es pero no tardaré en descubrirlo observando a la gente que se cruce en mi camino: presurosa y malhumorada, día laborable; caminando perezosa arrastrando niños y perros, día festivo. Los únicos que siempre somos iguales somos nosotros, las sombras, los cuerpos invisibles.

Cualquier vestigio de la noche ha desaparecido y el sol se alza majestuoso e insensible invadiendo cada rincón como si dirigiera un sermón a los que no conseguimos arrancarle una carcajada a la vida. 
El ladrido de mi fiel compañero me sobresalta y me visto presurosa mientras sonrío contemplando sus idas y venidas entre mi habitación y la puerta de entrada. Y admiro su alegría, su despreocupación, la confianza con la que se sumerge en el presente, sin sombras, sin miedos.

No sé a dónde ir.  El hedor a desgracia y muerte que llegó con el alba al albergue sigue impregnado en mi piel. Necesito respirar. Necesito arrancar ese olor. Y encamino mis pasos hacia el mar. La arena está húmeda y una ligera brisa trae hasta mí el olor inconfundible de las algas, del salitre, del pasado.
Llego hasta la orilla y entro en el agua. Está fría y empiezo a temblar. Froto mi piel, sumerjo la cabeza y salgo a trompicones. El sol evapora cada gota y su calidez es como una caricia que consuela.

Olisquea aquí y allá, alborozado y curioso, y, correteando, se acerca a la playa. Llegamos hasta allí cruzando el paso subterráneo y suelto la correa con la que lo sujeto para que disfrute persiguiendo  las palomas que parecen mofarse de él, revoloteando a su alrededor.
Se acerca a mí y trota hacia la orilla. Le ladra a las olas, intenta atrapar la espuma y retoza como un cachorro mientras yo sonrío y lo llamo por su nombre. Y me sorprendo sintiendo en mi interior el cosquilleo de una carcajada que se escapa del yugo de la tristeza.

Unos niños juegan a pocos metros de donde estoy y una mujer delgada con el cabello suelto acaricia a un precioso animal, un galgo elegante y juguetón que la sigue como si para él no existiera nadie más que ella.

Un estallido me sobresalta y él aúlla de terror. No es más que un petardo lanzado por los niños que reían y brincaban cerca de nosotros. Pero él no lo sabe. De repente, el horror de unos meses atrás resucita y se olvida de mi existencia. Corre enloquecido hacia las vías.  Grito presa de la angustia y le persigo repitiendo su nombre.

Corre enloquecido y ella enloquece de miedo. Y se me eriza la piel y me lanzo en su persecución. Y la sangre galopa en mis venas y ya no hay hedor a desgracia y muerte. No percibo más que el rugido furioso de la vida. Y salto y abrazo al animal y los dos caemos mientras el tren cabalga sobre los rieles y su aliento de metal nos envuelve y su rugido nos ensordece.

Y salta y ruedan y quedan inmóviles. Y no soy capaz de articular una palabra. Y levanta la cabeza. Y lo reconozco. Y lo miro a los ojos.

Me incorporo y calmo al animal que me lame las manos. Y ella se acerca y me mira. Y leo el agradecimiento y el respeto en su rostro.

Y le devuelvo el don de la visibilidad.

Y sé que existo.

Y sé que existo.

Y un ladrido nos devuelve a la vida.



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