Como aprendiza de bloguera, he borrado una entrada que había publicado hace unos días. Conservo el relato, pero no la reflexión que había hecho en el momento de la publicación. Comentario sobre la crisis, sobre los que realmente la estamos sufriendo (trabajadores por cuenta ajena, autónomos y funcionarios y, evidentemente, los desempleados) mientras que nuestros políticos discuten entre sí y se critican los unos a los otros, sin que les importe lo más mínimo el sufrimiento que hay a pie de calle. Y ¿qué decir de los grandes empresarios o banqueros?
El relato está inspirado en un personaje real. El resto es ficción.
Nunca supe por qué
eligió aquel lugar y nunca se lo pregunté. Y soy incapaz de recordar cuándo
advertí su presencia por primera vez; pero, desde que eso sucedió, la tristeza
que destilaban sus ojos germinó en mi alma, echando raíces que crecieron enredándose
entre mis pensamientos y que se deslizaron hasta lugares recónditos que ni yo
misma conocía.
Hay encuentros que
olvidamos al tiempo que cerramos una puerta y otros que anidan en nuestro corazón
y nunca se marchan.
Un hombre sentado en un
peldaño de las escaleras de una entidad bancaria. Un hombre de edad imprecisa y
mirada ausente, perdida en algún punto de su memoria. Inmóvil, casi inmóvil,
con la mano entreabierta y apenas extendida al encuentro de una moneda.
Recuerdo sus pupilas azules, el cabello enmarañado y sucio y su barba
incipiente. Un hombre corpulento, de ropa gastada, envuelto en un abrigo. Un
hombre impasible al frío que penetra en los huesos y que hace que los
transeúntes aprieten el paso sin dedicarle ni un segundo de su atención. No
existe. Es transparente.
Día tras día lo
encuentro en el mismo lugar junto a una enorme mochila verde en la que intuyo
que guarda todas sus pertenencias. Día tras día la rutina engulle los minutos,
nutriéndose de sueños sin dueño. Cada día me siento frente a mi ordenador y
despacho decenas de documentos, aplicando normativas en las que no creo,
utilizando palabras carentes de vida, una pieza más de un gran engranaje. Cada
día, el hombre de edad imprecisa y mirada ausente extiende su mano. Y nunca soy
capaz de detenerme y devolverle el don de la visibilidad.
Día tras día. Un día y
otro día. Y la angustia. Y esa terrible angustia. Una garra que me retuerce el
estómago, que me destroza, una hiena que huele la carroña en la que me he
convertido. No soy nada. No valgo nada. Me arrastro. Caigo al vacío a través de
un pozo que no tiene fin. Siento pena. Siento odio. Siento miedo. Y no siento
nada. Y sigo inmóvil. ¿Hacia dónde puedo ir? Hace tiempo que me apartaron del
camino como a un perro atropellado.
Las imágenes llegan a
mí arrastradas por la marea del tiempo. Los días de mi infancia, las rebanadas
de pan con chocolate, el olor a jazmines, la sonrisa de mi madre, los días de playa en el pueblo de mis padres con mis tíos y mis primos; la Fiesta Mayor,
la feria, el algodón de azúcar, los partidos de fútbol en el patio del colegio,
las trenzas de mi hermana pequeña, la emoción del primer beso en unos labios
frescos, con el sabor de la niñez apenas abandonada; el deseo aflorando,
recorriendo mi piel y sorprendiéndome con los soldaditos de plástico en la
mano…
Sentado aquí, el tiempo
pasa y pasan las personas, decenas de personas que corren presurosas a
encontrarse con la rutina diaria y que retornan unas horas más tarde a sus
hogares, creyéndose a salvo del desamor y el desamparo. Ni siquiera me ven. O
ellos son ciegos o yo no existo. Quizás sólo soy el sueño de alguien que está a
punto de despertar. O quizás es que no se toman la molestia de mirarme.
Hoy ha cumplido doce años.
Me pregunto si aún me recuerda… No creo que haya podido olvidar mi voz cuando,
a punto de irse a dormir, le leía cuentos de ogros, princesas y dragones. No
creo que haya podido olvidar mis abrazos. Yo nunca podré olvidar ni uno solo de
los momentos vividos con ella. Son parte de mí como mi sangre, mi piel y mis
lágrimas. Y como lágrimas son las horas que caen dejando un rastro de
desesperanza, mientras sigo aquí sentado sin propósito alguno. Y extiendo mi
mano.
La puerta se cerró y
tras ella quedaron las risas infantiles y el perfume de mujer. Y una tras otra
todas las puertas se cerraron hasta que, peldaño a peldaño, comencé el descenso
a mi propio infierno, uniéndome a ese grupo de cuerpos invisibles que pueblan
las esquinas, compartiendo tragos que abrasan el estómago y aletargan la mente,
deseando borrar la vergüenza, el miedo, la culpa: la culpa por haber perdido el
rumbo y el valor para seguir adelante y acabar siendo una sombra, un esperpento.
Eso es lo que leo en algunos de los pocos
rostros que se giran a mirarme. Una acusación muda por seguir aquí sentado con
la mano extendida. Y es que ignoran que, quizás, algún día, ellos estarán sentados en un recodo de la
vida, preguntándose cómo llegaron hasta allí.
La llave gira y abro la
puerta de mi hogar. Tras ella espera una criatura cuya presencia dulcifica mis días, un ser que impide que la desesperación
traspase el umbral desde que se hizo cancerbero de mi casa y de mis recuerdos. Un
ser víctima inocente de un individuo despiadado al que deseo, sin arrepentirme
ni un segundo, que sufra eternamente, porque no hay otra cosa que se merezca un
monstruo sin alma, una bestia inmunda y cruel capaz de pisotear la inocencia y
la bondad de este ángel que apoya su cabeza en mi regazo, mientras acaricio su
hocico largo y su cuerpo asombrosamente esbelto. Un galgo, mi galgo, recogido
de la cuneta, desnutrido y ensangrentado, entregado a una muerte segura. Y, al
mirarlo, el odio me ciega y deseo que la muerte que lo acechaba se cebe en el
monstruo sin alma que lo torturó. Y no pido a Dios que me perdone.
Y con dulzura recorro
la cicatriz de su lomo. Y con dulzura él recorre las cicatrices de mi interior
y lame la pena que rebosa por alguien que se marchó un día, de repente, sin
desearlo, y cuya vida se truncó también en la cuneta de una carretera, entre el
amasijo de hierros de un automóvil. Su vida se truncó y se marchitó mi alegría,
como una flor cercenada de cuajo y abandonada en un triste vaso de agua.
Deslizo mis dedos sobre
su piel, acariciando cada trocito de su cuerpo para borrar cualquier rastro del
malnacido que le causó tanto daño. Su
mirada vaga y se posa en mis ojos. Alza su pata y la apoya en mi mano. Y me
reconcilio con la existencia.
El chorro de agua de la
ducha cae sobre mi cuerpo desprendiendo la frustración de la mañana, desprendiendo
el hastío de otro día igual al anterior; y el jabón arrastra las últimas
palabras sin sustancia, sin contenido, que se habían adherido a las puntas de
mi pelo, enredándolo.
Llega la noche y pido
asilo en el albergue. La primavera apenas despunta y el frío deambula por las
calles en cuanto la oscuridad se despereza estirando sus brazos sobre la
ciudad. Una noche más clamando al sueño en poco más que un jergón, mientras
oigo la respiración de otros tantos como yo, polizones de una vida que ya no
nos pertenece. Y, cuando la fatiga me arrastra hacia la inconsciencia, regresan
a mí escenas del pasado. Y me veo a mí mismo, elegante en traje y corbata,
estrechando la mano de un cliente con la seguridad del que se cree
insustituible y respetado. Y me veo a mí mismo abrazando un cuerpo femenino que
se estrecha junto al mío hambriento de ternura. Y me veo a mí mismo calmando el
llanto de un bebé que huele a rocío y flores silvestres. Y me veo a mí mismo y
no me reconozco.
El gemido de uno de mis
compañeros nocturnos interrumpe mi peregrinación involuntaria por los caminos
sinuosos de mi memoria. El lamento se repite y se convierte en un murmullo
incomprensible. Él también debe de estar braceando entre recuerdos, intentando
salir a flote mientras los fantasmas del pasado lo arrastran hacia las simas de
la desesperación. Sueño o vigilia. No importa. El pasado siempre regresa.
Zafarse del presente es una quimera. Y somos incapaces de dar un paso hacia lo
que está por venir.
No consigo volver a
dormir y echado en el colchón, con los ojos abiertos, escudriño la oscuridad
rogando que el sueño anestesie de nuevo la angustia y la soledad que me rodea y
asfixia. Y no puedo controlar las lágrimas añorando la calidez de un cuerpo
dormido a mi lado.
La suspensión de pagos
de la empresa zarandeó nuestra existencia y resquebrajó la burbuja de felicidad
que habíamos creado. Y resultó que no era más que eso, una burbuja que no
resistió al primer embate de la cruda realidad. Largos meses de desempleo, el
amor propio encogiéndose, desinflándose como un globo.
Los reproches de ella, silenciosos
al principio, se preñaron de quejas, críticas y de decepción. Y fue el desencanto reflejado en sus ojos el
golpe de gracia a mi hombría, esa herencia transmitida durante siglos de padres
a hijos, fuego fatuo que no nos protege del enemigo más poderoso, la soledad.
La luna se filtra a
través de la persiana a medio cerrar. No puedo conciliar el sueño en esta cama
que se me antoja enorme desde que duermo sola. Las sábanas me envuelven, la
cálida manta de lana –tejida por mis propias manos cuando creía que nada podría
destruir los cimientos de mi pequeño mundo– no consigue desterrar el frío que
se adueña de mi interior en estas noches en que su espíritu comparece ante mi
puerta invocado por mi propia nostalgia. La añoranza es como una zarpa que me
desgarra. No puedo soportar su pérdida. No
puedo soportar su ausencia. Y la luz del día me encuentra insomne, acurrucada y
trémula.
Ajenos a la
inoportunidad del destino, hicimos planes que incluían unas vacaciones en Bali,
un par de niños alegres e inteligentes, una casa en un pueblecito costero y un
largo paseo hacia la vejez cogidos de la mano, juntos, sin miedo.
Un conductor que superó
la tasa de alcoholemia y que invadió el carril contrario. Un impacto, un
segundo. Y gritos. Y llanto. Y noches de insomnio. Y el ruido del porvenir al
estrellarse contra el suelo y hacerse añicos.
Me incorporo y pongo
los pies en el suelo. Alargo mi brazo hacia el chal que él me regaló y lo echo
sobre mis hombros. Encamino mis pasos hacia la ventana y miro hacia afuera. La
calle está desierta y en penumbra, iluminada tan solo por unas cuantas farolas
de luz mortecina. La luna ha quedado
atrapada en un enjambre de nubes. No tardará en amanecer y la ciudad me reclamará
otra vez. Y yo acudiré a su llamada, no sé por qué ni para qué.
Escribo un nombre en el
cristal. La superficie está fría. Entonces
vuelve a mí la imagen del hombre con la mochila verde y me pregunto qué hará en
noches como ésta. Oigo ruido a mi espalda, un trotecillo procedente de la
cocina. Un par de ojos ingenuos me observan. Me arrodillo y abrazo con dulzura
al propietario de esos ojos. Y, a pesar de la pena que se niega a marcharse, me
siento afortunada. No he perdido la facultad de amar.
La madrugada se cuela
curiosa a través de las rendijas y se desliza por debajo de las puertas, y se
diría que retrocede sorprendida ante la patética y estremecedora escena que
tiene lugar en el interior del albergue.
Hace apenas unos
minutos, la sirena de una ambulancia, alertada por el responsable del refugio,
ha perturbado el silencio que arropaba a la noche. Sobre uno de los jergones
yace uno de los que, como yo, no tiene más hogar que un trozo de acera. El
equipo médico intenta reanimarlo. Coma etílico. El hedor a vómito inunda la
estancia, uniéndose al hedor a sudor y mugre. Tras los gritos y los vómitos
sobrevino el desmayo, la pérdida de consciencia. No se oye más que el diálogo
del facultativo con el enfermero. Sus voces apagadas, susurrantes, me estremecen
como un mal augurio.
Unos momentos después,
trasladan su cuerpo a una camilla y se dirigen hacia el exterior. La sirena
aúlla a la madrugada y su bramido se pierde en la distancia. El alba disipa las
sombras. Uno a uno nos incorporamos y esquivamos la mirada de los otros. Nos
asalta la misma angustia. El mismo desasosiego nos quebranta, pero no queremos
confesarlo ante los demás, como si callando pudiéramos evitar que lo que
tememos suceda. Hoy ha sido él, quizás mañana las puertas de una ambulancia se
cierren tras de mí. Quizás mañana alguien encuentre mi cuerpo frío en una
esquina, con la mano extendida.
Entro en el aseo del
albergue y me lavo la cara y las manos. Sueño con una ducha caliente e
interminable. Me contemplo en el espejo. Un rostro ajado, envejecido
prematuramente por las noches gélidas,
por el sol inmisericorde, por el hambre y por la nostalgia. Contemplo
mis manos ásperas, antaño acostumbradas a acariciar con suavidad las teclas de
un piano y a crear melodías al deslizarse por el cuerpo de una mujer.
La calle me espera. He perdido la noción del
tiempo. No sé qué día es pero no tardaré en descubrirlo observando a la gente
que se cruce en mi camino: presurosa y malhumorada, día laborable; caminando
perezosa arrastrando niños y perros, día festivo. Los únicos que siempre somos
iguales somos nosotros, las sombras, los cuerpos invisibles.
Cualquier vestigio de
la noche ha desaparecido y el sol se alza majestuoso e insensible invadiendo
cada rincón como si dirigiera un sermón a los que no conseguimos arrancarle una
carcajada a la vida.
El ladrido de mi fiel
compañero me sobresalta y me visto presurosa mientras sonrío contemplando sus
idas y venidas entre mi habitación y la puerta de entrada. Y admiro su alegría,
su despreocupación, la confianza con la que se sumerge en el presente, sin
sombras, sin miedos.
No sé a dónde ir. El hedor a desgracia y muerte que llegó con
el alba al albergue sigue impregnado en mi piel. Necesito respirar. Necesito
arrancar ese olor. Y encamino mis pasos hacia el mar. La arena está húmeda y
una ligera brisa trae hasta mí el olor inconfundible de las algas, del salitre,
del pasado.
Llego hasta la orilla y
entro en el agua. Está fría y empiezo a temblar. Froto mi piel, sumerjo la
cabeza y salgo a trompicones. El sol evapora cada gota y su calidez es como una
caricia que consuela.
Olisquea aquí y allá,
alborozado y curioso, y, correteando, se acerca a la playa. Llegamos hasta allí
cruzando el paso subterráneo y suelto la correa con la que lo sujeto para que
disfrute persiguiendo las palomas que
parecen mofarse de él, revoloteando a su alrededor.
Se acerca a mí y trota
hacia la orilla. Le ladra a las olas, intenta atrapar la espuma y retoza como
un cachorro mientras yo sonrío y lo llamo por su nombre. Y me sorprendo
sintiendo en mi interior el cosquilleo de una carcajada que se escapa del yugo
de la tristeza.
Unos niños juegan a
pocos metros de donde estoy y una mujer delgada con el cabello suelto acaricia
a un precioso animal, un galgo elegante y juguetón que la sigue como si para él
no existiera nadie más que ella.
Un estallido me
sobresalta y él aúlla de terror. No es más que un petardo lanzado por los niños
que reían y brincaban cerca de nosotros. Pero él no lo sabe. De repente, el
horror de unos meses atrás resucita y se olvida de mi existencia. Corre enloquecido
hacia las vías. Grito presa de la
angustia y le persigo repitiendo su nombre.
Corre enloquecido y
ella enloquece de miedo. Y se me eriza la piel y me lanzo en su persecución. Y
la sangre galopa en mis venas y ya no hay hedor a desgracia y muerte. No
percibo más que el rugido furioso de la vida. Y salto y abrazo al animal y los
dos caemos mientras el tren cabalga sobre los rieles y su aliento de metal nos
envuelve y su rugido nos ensordece.
Y salta y ruedan y
quedan inmóviles. Y no soy capaz de articular una palabra. Y levanta la cabeza.
Y lo reconozco. Y lo miro a los ojos.
Me incorporo y calmo al
animal que me lame las manos. Y ella se acerca y me mira. Y leo el
agradecimiento y el respeto en su rostro.
Y le devuelvo el don de
la visibilidad.
Y sé que existo.
Y sé que existo.
Y un ladrido nos devuelve
a la vida.