Hay momentos, imágenes, rostros o situaciones, en las que soy una mera
observadora, que se quedan atrapados en un rincón de mi alma, arañándola, hurgando
en ella, sin malicia, tan sólo reclamando mi atención para que, de alguna
manera, los exorcice, los ventile, los airee y pueda dejarlos marchar.
Meses atrás, sucedió algo, nada extraordinario, algo que, por
desgracia, es más habitual de lo que creemos, y de lo que fui mero testigo. El
regusto que me dejó fue muy amargo y sentí un tremendo asco por algunos de los “seres
humanos” que tenía al lado y una amarga desilusión al descubrir qué afiladas
pueden ser las garras de la indiferencia.
Te lo dedico a ti, ni siquiera sé quién eres, que nunca sabrás que serás el protagonista de esta historia.
Estoy sentado al borde del andén
y contemplo el mar. El cielo está despejado y las olas apenas se insinúan,
tímidas y huidizas. Llegan, acarician la arena y retroceden. La brisa trae ese
olor inconfundible a salitre, a pescado…nunca he sabido describirlo, tan sólo
sé que, cuando estoy alejado de la costa, alejado de mi pueblo del
Mediterráneo, lo añoro y que su ausencia me pesa.
Hay dos trenes detenidos en la
estación. La gente se apiña y algunos han sacado sus móviles y hacen fotos a
algo que hay entre las vías, fotos que, con toda seguridad, subirán a las redes
sociales en cuestión de segundos.
La curiosidad me incita a acercarme
hasta allí. Me incorporo, me mezclo con el grupo y me codeo con un hombre con
la ropa sucia de pintura y una mochila al hombro. Unas señoras ancianas hablan
entre ellas señalando el lugar. Una de ellas se santigua. Me codeo con varios
estudiantes que sostienen carpetas de la universidad bajo el brazo mientras
toman instantáneas sin pestañear. Y allí está, un cuerpo ensangrentado,
mutilado entre los raíles. Un amasijo de carne y ropa desgarrada. Un brazo ha
quedado unos metros más allá. El rostro
está desfigurado. Estupor y asco. Si no me alejo de allí, vomitaré.
Las puertas de uno de los trenes
están abiertas. La gente se aplasta contra las ventanas. Fisgonean, estiran el
cuello, hacen muecas, hablan por teléfono. Entro en el vagón y avanzo hacia una
mujer madura que se ha quedado sentada, que ha girado la cabeza unos momentos
hacia el lugar de la desgracia y que se ha quedado inmóvil, conmovida, inundada
por la compasión.
A su lado, unos jóvenes, quizás estudiantes,
hacen bromas burdas y se ríen del cuerpo destrozado. Uno de ellos hasta comenta que se lo merece
por gilipollas, tanto si ha sido por
accidente, por cruzar las vías, como si se ha suicidado. La mujer madura fija
sus ojos en él y la ira y el asco deforman su rostro, antes dulce por la
piedad. Alguien, unos cuantos asientos más allá se queja de que haya quien
tenga que suicidarse tirándose al tren y haciendo que los que van dentro tengan
que esperar y aguantar el retraso. Si la empatía yace atropellada junto a un
cadáver, ¿cómo podemos sorprendernos de que el mundo ande sumido en guerras
fratricidas y matanzas sin tregua?. La semilla está sentada a nuestro lado en
el asiento de un tren.
Salgo y me quedo en el andén. Las
ventanas siguen siendo un mosaico de ojos y de móviles. Miro otra vez hacia
donde está lo que antes era un ser humano y que ahora no es más que un fardo
sin vida. De repente, algo me resulta familiar. Los restos de la camisa, a
cuadros blancos y azules, un zapato marrón con una mancha de tinta en el
empeine que ha llegado hasta allí por el impacto de la locomotora.
Y, entonces, recuerdo. La
amargura, el miedo, la desilusión, el pánico, la certidumbre de que no podré
soportar otro abandono, la certeza de que nada merece la pena, el minuto en que
todo me pareció demasiado insoportable y el salto a la vía, y el olor a mar y
el cielo azul y la gaviota que cruza el cielo y la risa de un niño. Nunca más.
Demasiado tarde.
Estoy muerto. Yo soy ese amasijo
de carne. Y todos miran. Y pocos me compadecen. Y miro hacia el vagón y me
encuentro con esos ojos, que son un mar de piedad. Y aspiro profundamente. Y
desaparezco.