De esa experiencia y con mi imaginación inventé unos personajes y una historia y empecé a escribir este relato que os dejo y que se quedó en eso, en un relato que pretendía ser una novela y que no llegó a serlo.
Te echo de menos, sigo sin poder creer que nunca volveré a verte ni abrazarte.
Te quiero,
Tu ranita
El
temporal de viento de levante azotaba la costa sin tregua y sin misericordia,
igual que la tristeza y el dolor azotaban el alma de Blanca sin concederle un momento de paz desde
hacía días. Era tan atroz su amargura que era incapaz de encontrar sosiego.
La
playa de Los Lances, en Tarifa, estaba casi desierta y las olas se enredaban unas
con otras, se perseguían y se estrellaban contra la orilla salpicando espuma.
Con
los pies desnudos en la arena y la urna en sus brazos, Blanca recordaba todas
las ocasiones en que su hermano y ella habían paseado a lo largo de aquella
orilla. Rafael, extasiado, contemplando
el oleaje, inspirando con fruición el aire impregnado de salitre. Él siempre
decía que el viento de Tarifa le henchía de energía. Cádiz era uno de aquellos
lugares inscritos en su corazón y que confortaban su espíritu como una amada
solícita.
Ella,
sin embargo, siempre se quejaba de las violentas ráfagas que le abofeteaban el
rostro, que la hacían retroceder tambaleándose y que la obligaban a caminar
inclinándose hacia adelante un paso y otro paso.
Y
Rafael reía y se zambullía en el agua y nadaba a grandes brazadas luchando contra
la fuerza del mar embravecido, contra el levante que lo arrastraba mar adentro.
Y ella sabía que con cada brazada, un mal recuerdo se desprendía y se alejaba
flotando; con cada brazada, un niño muerto, de aquellos que había visto morir
de hambre e indiferencia, de esos que se le quedaron en las manos, ascendía
hacia el cielo; con cada brazada, los gemidos de una mujer rota dejaban de
resonar en sus oídos; con cada brazada, la imagen de un cadáver destrozado por
la ceguera y la intolerancia se desdibujaba. Y entre las olas, lloraba en
soledad mientras el agua del mar y sus lágrimas se mezclaban, y renacía una vez
más.
Blanca
nunca había sido capaz de traspasar los límites de la rutina, de una existencia
marcada por obligaciones, por unos días iguales unos a otros, salpicados por
pequeños momentos de cotidiana felicidad: el día de su boda, el nacimiento de
sus hijos y sus primeros pasos, y el verlos crecer y hacerse hombres.
Nunca
le alcanzó el valor para abrir la caja en donde guardaba sus sueños de niñez,
ponerlos en fila y rendirles cuenta de sus años de encierro. Nunca encontró el
momento para desempolvarlos y contemplarlos cara a cara. ¿Para qué? Y así los
años habían pasado, los niños habían crecido, habían emprendido su propio
camino, y el marido que debería de haberla acompañado en el largo recorrido
hacia la vejez nunca estaba en casa, siempre ocupado en reuniones de negocios,
en ferias y congresos. Y ella, más que nunca, se sintió confundida y sola en
una casa vacía, Penélope resucitada, tejiendo y destejiendo..
Rafael,
al contrario, había sido siempre un espíritu indómito incapaz de mantenerse
entre las cuatro paredes de la costumbre, entre las cuatro paredes de un
despacho durante ocho horas al día siete días a la semana, diciendo amén y
comentando el resultado del último partido de fútbol. Habría ido encogiéndose y
su alma hubiera menguado hasta hacerse invisible y desaparecer.
Ese
era el consuelo que le quedaba a Blanca. La certeza de que su hermano había
exprimido cada minuto de su existencia a pesar de las cicatrices y de los
fantasmas, del sufrimiento y de la decepción. La vida de Rafael había sido una
vida llena de significado, de sentido, no como las de tantos
otros, no como la suya, insustancial y anodina.
El
cuerpo de Rafael había sido repatriado desde Afganistán hacía tres días. Blanca
esperaba a pie de pista la llegada del féretro, conteniendo el llanto,
abrazando a su madre, y arropada por familiares y amigos. Y, cuando algunos
compañeros de armas trasladaron a hombros el ataúd hasta el furgón funerario, la certeza de lo
inevitable se impuso. El dolor hizo trizas la sensación de irrealidad que había
acompañado cada uno de sus gestos desde que le comunicaron la muerte de su
hermano, en acto de servicio, mientras intentaba desactivar una mina en una
carretera del noroeste del país.
Personalidades
y prensa asistieron al funeral. Y condecoraron a Rafael a título póstumo.
Después de la incineración, Blanca recogió la
urna con sus cenizas y subió con ella al tren. Y recorrió los kilómetros que la
separaban de Cádiz con los ojos enrojecidos y el espíritu retorciéndose entre
los raíles.
El
mar se arrojaba sobre la arena y retozaba en la orilla, se retiraba y retornaba
una vez más. Y ella supo que ya siempre amaría el viento de levante, aquella
playa de Tarifa y el mar, que traería a
su hermano de regreso una y otra vez cada vez que las olas lamieran la orilla.
Sus
pies se encaminaron hacia el agua, pisó la arena húmeda y sus huellas fueron
quedando atrás. La espuma se arrebujó en torno a sus rodillas. Y, entonces, Blanca
besó la urna, la abrió y arrojó las cenizas de Rafael, que se mezclaron con el
mar.
Durante
unos minutos contempló el horizonte y creyó ver una vez más a aquellos niños
que corrían y se perseguían por la playa durante las vacaciones de verano y que
no imaginaban ni por un instante que un día tendrían que separarse.