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En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

lunes, 14 de julio de 2014

La última lágrima

Ando demasiado ocupada y con demasiados "debería" y "querría" en mi cabeza y apenas dedico tiempo a escribir. Ya lo sé...tengo que encontrar el tiempo...
Mientras tanto dejo un pequeño relato que tenía olvidado después de que no saliera finalista en un concursito literario. Ya llegará el día.





Sobre el asfalto parecían haber desaparecido para siempre las huellas del invierno. Las máquinas quitanieves se hallaban a cobijo en oscuras naves industriales y el aire era el salón de baile de miles de granos de polen que flotaban, yendo y viniendo a capricho del viento, aterrizando sobre las calles, los alféizares de las ventanas, los bancos del parque y los parabrisas de los vehículos aparcados,  al ritmo de estornudos y toses.
La primavera llamaba a mi puerta con insistencia y yo me desperezaba sacudiéndome el letargo que se había acomodado en mi alma durante aquellos últimos y gélidos meses.
El cielo azul, la luz del sol que comenzaba a remolonear y a robarle horas a la noche, los brotes verdes en los árboles, las flores que asomaban sus naricillas cual hadas curiosas, la llegada de las aves migratorias, las risas de los niños en las calles, todo confabulaba para sacarme del estado de melancolía y tristeza en el que había caído una mañana funesta de noviembre, aquella mañana en que el suelo se abrió y me tragó, impávido, a la salida de la sección de consultas externas de un hospital.
Me levanté de la cama y salí de la habitación. Pisé las baldosas del baño con los pies desnudos y me contemplé en el espejo casi sin reconocerme. El rostro demacrado, ojeras oscuras entorno a mis ojos y el pelo escaso y lacio.
 Me desnudé poco a poco,  dejé caer el pijama al suelo y me encontré frente a frente con la realidad que había estado intentando ocultarme a mí misma mientras, hecha un ovillo entre las sábanas, veía transcurrir el invierno a través de los cristales de la ventana.  La cicatriz donde antes estaba uno de mis pechos me hería los ojos, rogándome que la mirara tras meses de negación y de repulsa. Lentamente alcé la mano y recorrí su contorno y, para mi sorpresa, no lloré. La última lágrima se había quedado en la almohada junto a tantas otras.
Un trotecillo y un ladrido me sobresaltaron. Mi perro saltaba entusiasmado a mi alrededor, quizás intuyendo que el reloj de la vida había vuelto a ponerse en marcha. Acaricié su oreja mutilada y recordé lo mucho que lo quería.
No oí sus pasos a mi espalda hasta que sus brazos me rodearon y sentí sus labios en mi hombro, y una lágrima que no era mía se deslizó por mi piel.
La primavera había llegado. Las huellas del invierno habían desaparecido.