Temo al domingo por la tarde. Es igual las horas que tenga por delante para escribir, para leer, para hacer cualquier cosa porque soy incapaz de hacer nada. Siempre me acecha la melancolía y la pereza y, entonces, me siento culpable por desperdiciar el tiempo. Me siento delante del ordenador intentando que salgan las palabras, intentando rellenar una a una las páginas de un relato o de una novela, pero soy incapaz. Hasta la inspiración sucumbe a la languidez.
La
tarde se arrastra lenta y perezosa hacia el crepúsculo como si intentara
resistirse a lo inevitable. Las tardes de domingo son siempre así, se enroscan,
se aferran al quicio de la puerta para no marcharse, para no ser engullidas por
la noche, para no dejar paso franco al lunes, ese día odioso en que la rutina
acecha sigilosa para dar otro zarpazo a la vida. Otra vez la mediocridad, otra
vez abandonar el lugar cálido entre las sábanas y enfrentarse al espejo con los
ojos casi cerrados; otra vez el agua de la ducha resbalando por la piel, casi
de madrugada, y el café que se bebe de un sorbo en la cocina, antes de
apresurarse a tomar el tren junto a otras caras dormidas que son engullidas por
las fauces de la rutina, que se alimenta de palabras y actos insustanciales.
Tarde
perezosa de domingo. Acurrucada en el sofá mientras mis gatas duermen
enroscadas sobre mi regazo, la melancolía se cuela en mi alma. Añoro a alguien
que está lejos y anhelo una vida plena, en la que no desperdicie ni un solo
minuto en hábitos y obligaciones que llenan mi vida de tonos grises. Y sé que
un día no muy lejano haré el equipaje y empezaré a caminar hacia el lugar en el
que realmente quiero estar y, entonces, los lunes tendrán otro significado.
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