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En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

viernes, 23 de mayo de 2014

Historia de un perro y un árbol

Me había propuesto escribir un relato para presentar a cierto premio literario, pero perdí de vista el premio y mis dedos teclearon estas páginas... Y decidí que no era un relato para un concurso.

No sé si algún día mis relatos serán algo más que retazos de mi propia vida, la expresión de esa mujer discreta que camina de puntillas para no llamar demasiado la atención, de esa mujer que mira el reflejo de su imagen en el espejo sin creer demasiado en sí misma y que, de tanto en tanto, recoge puñaditos de su alma y los esparce en una hoja en blanco.
 Sentada aquí, con mis dos gatas dormidas a mi lado, confiadas, dulces, misteriosas, rescatadas de la calle por almas generosas, tecleo intentando dar forma a un nuevo relato para presentarlo a un premio literario. ¿Cómo saber cuáles serán los criterios de un jurado? ¿Cuál es la fórmula mágica para que mi relato sea el ganador? No lo sé. Y también sé que soy incapaz de escribir intentando cumplir las expectativas de los demás. Escribo para ser. Y, cuando sin pensar en concursos ni en jurados ni en lectores, cedo el teclado a esa niña escondida que hay dentro de mí, es cuando brotan palabras capaces de emocionar y de arrancar lágrimas. Y entonces ya no soy la empleada pública, rodeada de formularios y atrapada entre leyes y normativas, sino que soy auténtica, real, ya no actúo, el telón cae. Y las palabras, las historias revolotean a mis pies como las hojas de los árboles en otoño, y son como semillas que brotan a través de la tierra de mi alma y crecen y tienen vida propia.
El dolor, la rabia, la frustración y la impotencia son el abono de esas simientes. Y es la incomprensión de la crueldad humana la que ahora está horadando un pedacito de esa tierra fértil que la niña que me habita riega sin perder la esperanza.
Unos grandes ojos oscuros, inocentes, limpios, escudriñaban el horizonte, y un hocico húmedo de rocío aspiraba el aire de la mañana que estaba impregnado de olor a hierba mojada, a amanecer, a nuevo día y a esperanza.
El coche todoterreno estaba aparcado en el sendero  y un hombre estaba de pie junto al maletero buscando algo en su interior. Unos segundos más tarde cerró de golpe la puerta y se dirigió caminando sin prisas, con una mochila a la espalda y una escopeta colgada del hombro, hacia donde se encontraban aquellos grandes ojos y aquel hocico húmedo.
El animal era un galgo atigrado y blanco, de esbelta figura, de esa delgadez tan extrema que únicamente aquella raza podía convertir en elegancia natural, en una pincelada de belleza sobre el fondo anaranjado del amanecer.
Una mano se posó en su cabeza y acarició sus orejas y el propietario de esa mano, su dueño, comenzó a caminar hacia el campo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, seguido al trote por su leal compañero. Tantos amaneceres juntos, uno al lado del otro, la soledad y el silencio como única compañía, oteando, atentos a cualquier atisbo de una silueta, al crujir de una rama, al más leve sonido. Y el pulso de ambos latiendo al unísono, y la alegría del can al cumplir la orden del hombre por el que hubiera, no sólo corrido, sino volado, para cazar una estrella si él se la hubiera pedido. Pero no eran estrellas lo que perseguían, eran liebres. Y, así, a la señal convenida, un relámpago encarnado en cuatro largas y veloces patas, se alejó a grandes zancadas para dar caza a aquellos pequeños animales que competían con él en velocidad y destreza.
¡Cuántas veces habían regresado al hogar con varias piezas bien sujetas por las rudas manos del cazador! ¡Qué miradas de orgullo hacia su can al cruzarse con otros camaradas!
Pero aquel día el retorno fue diferente, el hombre no dirigió ni un halago al animal que, intuyendo el mal humor de su amo, caminaba cabizbajo detrás de él. Aquel día, al cruzarse con sus compadres, hubo entre ellos cuchicheos, y las miradas fueron de la única y pequeña liebre que colgaba entre los dedos del cazador al lebrel, y del lebrel al cazador.
Llegaron a la casa de labranza y el galgo ocupó su jaula  junto a otros galgos y podencos. Se acercó a su plato de comida, pero estaba vacío. Su dueño se había olvidado de llenárselo.
Transcurrieron varios días hasta que la puerta del cubículo volvió a abrirse. Entre tanto, otros animales habían acompañado al hombre en sus andanzas. Y él yacía triste, con el afilado morro pegado al suelo y los ojos absortos en una interrogación.
Al sexto día se abrió la puerta de la jaula y el cazador lo animó a salir. El can trotó tras él y subió a la parte trasera del vehículo, excitado y alegre, anticipando otra mañana de saltos y correrías por la llanura. El recuerdo del último amanecer ya no existía. Sólo existían su amo, el campo y él.
Nada había de diferente en aquella mañana. El mismo olor a rocío, el mismo aire fresco… y la soledad y el silencio como únicos compañeros. El vehículo arrancó y dejaron atrás la casona mientras los ladridos de sus compañeros  iban quedando atrás. Sus ojos recorrían el horizonte delimitado por la sierra, las casas, las cuadras, los prados, las vacas y las ovejas. Y movía la cola, feliz, cuando otros perros corrían a las cercas a ladrar al paso del automóvil, casi como si quisiera contarles a todos que otra vez iba de paseo con su amo a perseguir liebres.
El todoterreno se detuvo por fin al borde del sendero y recorrieron juntos el campo, como habían hecho tantas veces desde que era apenas un cachorro saltarín acabado de destetar. Pero, pasados unos minutos, un estremecimiento le erizó la piel como un mal presagio.
No cazarían liebres aquel amanecer. El hombre caminó sin titubear hacia un gran árbol, el mismo bajo cuya sombra se habían cobijado durante las tormentas inesperadas, y se detuvo a pocos pasos. Sacó una soga de su mochila y, sin pestañear, hizo un nudo corredizo que pasó por la cabeza del animal, lanzó la cuerda sobre una rama y estiró con fuerza hacia abajo. El galgo quedó colgado del cuello, su esbelta silueta recortándose en el paisaje, sus ojos incrédulos, fijos en aquel ser humano que hasta aquel momento había venerado, aquel ser humano que jugaba con él cuando era un cachorro, que aplaudía sus carreras y palmeaba su cabeza al llegar con una liebre en la boca. La cuerda se le clavaba en el cuello, quemándole como un tizón encendido y la falta de aire lo hacía patalear, mientras el hombre lo miraba impasible, casi aburrido esperando a que todo acabara.
De repente, un disparo retumbó en el aire y un aullido de dolor y de sorpresa resquebrajó el silencio. El hombre gritaba agarrándose el brazo y la sangre brotaba a chorros del lugar en el que antes había estado su mano, que yacía en el suelo inerte sin la soga.
El galgo había caído a la tierra de golpe, casi asfixiado, malherido. Una mano cálida, de un hombre que no era su amo, arrancó con cuidado el extremo que se aferraba a su cuello y unos brazos lo elevaron del suelo, lo dejaron en el asiento de atrás de un vehículo y lo cubrieron con una manta.
Ese otro hombre volvió sobre sus pasos, recogió la soga del suelo y se acercó a la figura que seguía aullando. Los ojos impasibles del verdugo eran ahora ojos llenos de terror que imploraban piedad.
El desconocido rodeó con la soga el brazo ensangrentado y con ella realizó un torniquete para detener la hemorragia.
Y así la soga del verdugo se redimió, pero no redimió al verdugo. No hay redención posible para aquellos que son capaces de torturar y matar a seres indefensos, más aún, a seres indefensos que depositaron su confianza en ellos. No hay redención para la crueldad.
Y, así, otro galgo sobrevivió a los caprichos de seres, mal llamados humanos, sin escrúpulos.
Y una niña escondida dio forma a sus fantasmas a través de las palabras e impartió justicia poética.








jueves, 1 de mayo de 2014

A SIETE PISOS DE ALTURA

Breve relato que escribí para presentar a un concurso literario. No ha quedado finalista, así que soy libre de publicarlo aquí.


Con los pies en el alféizar de la ventana, a siete pisos de altura, la tristeza y la desesperación me susurran al oído, me estiran del cabello y danzan a mi alrededor en su afán por hacerme trastabillar.
Nubes grises, atiborradas de lluvia, se apiñan sobre los tejados como sucios trozos de algodón, asiéndose a las antenas de televisión para impedir ser arrastradas por el viento que sacude y voltea la ropa tendida. Las cortinas revolotean en la habitación.
Sobre la cama, mi maleta, cajas recién embaladas llenas de libros, sábanas, sonrisas, cuadros, llantos de niños, recuerdos, fotos, caricias, palabras de amor, reproches y reconciliaciones. Las paredes desnudas, el polvo en los rincones, el armario vacío desgarran mi alma y la dejan hecha jirones. Y sobre el escritorio aquel papel, aquella sentencia de muerte escrita con palabras gélidas por una mano impasible. Orden de desahucio. Y el miedo y la angustia y la tristeza infinita al pensar en esos niños que esperan tras la puerta. ¿Cómo decirles que su hogar ya no existe? ¿Cómo voy a poder protegerlos? ¡Oh, Dios! ¿Qué vamos a hacer?
Siete pisos de altura. Saltar al vacío. Un impacto. Un segundo. Y dejaré de sufrir. Quizás mis hijos sean más felices sin mí. Las lágrimas caen deslizándose sobre mi rostro cansado.  Las nubes se unen a mi pesar y lloran sobre el asfalto y sobre el parque llenándolo de charcos.
Levanto un pie y me sostengo en equilibrio. Cierro los ojos. Y, entonces, alguien llama a la puerta y una voz infantil me trae de vuelta a la esperanza. Bajo del alféizar y cierro la ventana. En una esquina del escritorio la orden de desalojo y, debajo de ella, el diario de la mañana con la noticia en primera plana: el rescate de la banca con dinero público. Ni siquiera siento rabia. Tan sólo una pena y una desilusión infinitas.
Tres pares de ojos inocentes me miran y me estremezco, y sé que la muerte tendrá que esperar. Desenredo el pelo que ha quedado enredado entre sus dedos ávidos y me despido de ella.