Tarde de sábado. Estoy sola con mis gatas. La melancolía acecha y llena la habitación de murmullos. Y decido escribir aunque hace días que mi espíritu salta de un sitio a otro sin parar y ahuyenta a la Inspiración.
Así que empiezo a teclear en mi ordenador sin saber muy bien hacia donde irá este relato. Vosotros mismos tendréis que decidir si es autobiográfico, fruto de mi fantasía o una mezcla de ambos. Estoy segura de que las personas que realmente saben quién soy no dudarán ni un momento, y sabrán qué pedacitos son retazos de mi vida y cuáles el producto de mi imaginación.
Ada siempre fue una niña tímida y dulce con un mundo interior
rebosante de sueños y esperanzas. Nunca se consideró lo que se dice bonita. Una
mancha azul de nacimiento que se extendía sobre el lado derecho de su rostro no
sólo dejó huella en su piel sino también en la percepción que tenía sobre
sí misma; si bien es cierto que los comentarios bien o malintencionados, las
bromas infantiles y las miradas furtivas de curiosidad ayudaron en gran medida
a esa idea que se había hecho sobre sí misma.
Desde su más tierna infancia disfrutaba con la lectura. Su imaginación
era un don con el que creaba sus propias historias en las que ella era la
protagonista, y en las que podía mostrarse tal cual era y dar vida a sus sueños
y escaparse de la realidad. En aquellos sueños, como en aquel cuento que le
llegó al alma, el patito feo se transformaba en un cisne y volaba libre y feliz
por siempre jamás.
Su adolescencia fue una época difícil en la que unos padres temerosos
y sobreprotectores no hicieron más que intensificar las inseguridades que siempre la acompañaban como una segunda sombra. Y, aunque se enfrentaba al
mundo e intentaba disimular y sobreponerse, el único sitio en el que se sentía
ella misma era dentro de su propia alma. Y es que ella tenía mucho para dar:
amor, cariño, dulzura, lealtad, ilusión.
La niña se convirtió en adolescente, la adolescente maduró y se
convirtió en una mujer adulta que, gracias a sus propios esfuerzos y a su
tesón, había conseguido airear parte de aquellas inseguridades y ventilarlas al
sol.
Sin embargo, en su interior, seguía escondida aquella niña que se veía
a sí misma como el patito feo del cuento y que sufría porque nadie se había dado
cuenta de que en realidad era un cisne; en su interior seguía escondida aquella
niña que tan sólo anhelaba ser querida y querer, dar, cuidar y proteger.
Ada era demasiado emocional y demasiado sensible para el mundo en que
le había tocado vivir, el mundo real. Ella hubiera sido una excelente hada
madrina o habría aleteado orgullosa con un par de impresionantes alas de ángel.
Y así, tenía dentro de sí el cosquilleo constante de la
insatisfacción. El amor había llamado a su puerta en algunas ocasiones y ella la había abierto de par en par, dispuesta a dar, dar y dar. Pero el amor
de la vida real tampoco era el amor tal como aparecía en los cuentos de hadas: resplandeciente, ingenuo, repleto de corazones y flores y bombones y princesas
bellísimas y príncipes encantadores que luchaban contra dragones y escalaban
torres para llegar hasta sus amadas. El amor en la vida real era insconstante.
El amor en la vida real era indefenso como un niño pequeño. Necesitaba atención
continua, necesitaba que lo acunaran, que le dijeran palabras tiernas y lo
protegieran. Si no era así, huía, desaparecía airado, dolido y decepcionado.
En todas las ocasiones el amor se presentó como si nunca fuera a
marcharse. ¡Qué ingenua era ella! ¡Y qué ingenuos los hombres que por el simple
hecho de decir que amaban creían que el cuento acabaría con el “y fueron
felices para siempre”.
Ada era muy emocional, muy sensible, lo cual era un don
maravilloso a la hora de amar, de cuidar, de consolar, de luchar espada en mano
al lado de su amado. Sin embargo, el don se convertía en una maldición cuando
algo la hería pues no podía contenerse, sus sentimientos salían a borbotones e
intentaban hacerse entender y tenía la sensación de que nunca lo conseguían. Y retornaban envueltos en incomprensión, dolor y rencor ajenos.
Uno de los sueños de infancia de Ada era el de ser escritora y, en
aquel momento, se hallaba sentada en la arena de la playa, con la vista perdida
en el horizonte y el ordenador en sus rodillas, delante de una página en
blanco, intentando escribir su propio cuento de hadas, con la melancolía
empañándole el corazón igual que las lágrimas empañaban sus ojos, sin saber muy
bien hacia donde encaminaban sus pasos el príncipe encantado y la bella
princesa de su historia.
FIN…
…O quizás sólo el
principio