Con el deseo de ser una sociedad civilizada, que respeta los derechos y desprecia la violencia, a veces caemos en el extremo opuesto y propiciamos otra serie de males. Pretendemos a toda costa que nuestros hijos sean felices, intentando que lo tengan todo, protegiéndolos, teniéndolos entre algodones y no nos damos cuenta de que, con eso, no los ayudamos en absoluto a enfrentarse a la vida. Y ellos, como nosotros, tendrán que aceptar que la vida no es un camino de rosas, y vale más que empiecen a equivocarse solos, que empiecen a comprender que durante su camino se caerán muchas veces y tendrán que levantarse, lamerse las heridas y seguir adelante. Y tendrán que aprender que hay valores como el respeto, que no son negociables.
Eso es lo que intento con mi hijo y espero estar haciéndolo bien, porque mi instinto como madre es defender a mi cachorro con uñas y dientes.
Ya
estaba hecho. Ya no había marcha atrás. La sorpresa en el rostro de su hija. La
indignación, la rabia en sus ojos y el silencio en lugar de gritos y reproches. Por primera vez le había dado una
bofetada, una bofetada que había impactado sobre la mejilla derecha de la niña,
cuya piel se enrojecía por momentos, dejando cuatro marcas blancas, las marcas
de sus cuatro dedos.
La
situación se había hecho insostenible. Él pertenecía a otra generación, a una
generación en la que el respeto a los padres era una premisa de oro, en la que
los niños jugaban en la calle al balón, a la guerra o a pedradas y hacían mil y
una diabluras, pero que, ante una mirada materna o paterna, bajaban la cabeza,
se mordían la lengua y aceptaban el bofetón o el castigo sin rechistar.
No
podía entender dónde estaba su pequeña, dónde estaba esa criatura que sonreía
desde la foto que reposaba sobre su mesita de noche. Aquella niñita que se
sentaba en sus rodillas y a la que le leía cuentos antes de irse a dormir. De
la noche a la mañana, él, un hombre con más de medio siglo a sus espaldas, se
había encontrado con un divorcio y la custodia de una adolescente en ciernes
absolutamente irresponsable, que no estudiaba, que no hacía los deberes del
colegio, que no aprobaba ni un examen, que exigía, exigía y exigía sin dar nada
a cambio, como si la obligación de él no fuera otra que satisfacer los
caprichos de aquel monstruo de quince años que lo desafiaba continuamente.
Ante
sus ojos de militar retirado, pasaron las imágenes de niños desnutridos en
países olvidados, el cuerpo sin vida de una criatura de apenas cuatro años
destrozada por una mina, cuya sangre tiñó su uniforme de rojo y desgarró su
corazón curtido, y recordó la mirada de agradecimiento de un niño al darle el
pan de su almuerzo. Y no pudo más, y envió al cuerno los consejos de la
psicóloga infantil y las modernas teorías sobre la educación y el maltrato,
levantó su mano y asestó la bofetada. No se reconocía en aquella sociedad en
que los hijos gritaban a los padres y les pedían pleitesía y en la que un
bofetón en un momento oportuno era considerado causa de traumas infantiles.
Entró
en su habitación y abrió la maleta. Y decidió huir de aquella sociedad
hipócrita y narcisista que se encaminaba con pasos contados hacia el precipicio.