Aviso para navegantes

En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

lunes, 27 de julio de 2015

Cenizas y recuerdos



Por más que quiera, desde hace tres meses, todos mis relatos le dan vueltas al mismo asunto, a la desgracia que abrió la tierra bajo mis pies. La imaginación y la realidad se juntan en mis relatos. Tendré que cambiar de estrategia, escribir otra novela para niños u obligarme a escribir sobre algún tema que nada tenga que ver con esto. Ese es mi propósito. Mientras tanto, el río de la vida fluye y mi cuerpo con él, aunque mi alma sigue anclada en otro sitio.





Tres meses después del funeral me hallaba otra vez en el cementerio, en el columbario, sola,  mirando tu lápida. Las flores naturales hacía semanas que se habían marchitado pero las artificiales seguían en el jarrón, adornando el lugar en el que reposaban tus cenizas.
 Leí la inscripción. Había pedido que grabaran en la placa “Con amor de Blanca, tu esposa”.
 Nunca fui tu esposa oficialmente, no nos dio tiempo a plantearnos una boda, acuciados como estábamos por los problemas. No podíamos sospechar que la muerte nos haría una visita de manera tan pérfida, sin darnos un aviso, sin tiempo para que nos despidiéramos. Sibilina, llegó a ti mientras dormías, agotado de un largo viaje. Quizás tu corazón estaba demasiado cansado: demasiadas escaramuzas, demasiadas batallas, demasiadas guerras, la peor con dos terribles aliadas, una crisis económica y una harpía desequilibrada, rencorosa y retorcida, que parió dos buitres que te sacaron los ojos.
Habían pasado tres meses y no había día en que el estupor no se presentara en un sitio o en otro. En el marco de la puerta de la cocina, donde te apoyabas mirándome mientras preparaba la cena; en el dormitorio, cuando nos íbamos a dormir y rodeabas mi cintura con tu brazo y sentía tu respiración en mi nuca; en tus camisas entre mi ropa al vestirme por las mañanas, al cruzar la calle, en la papelería donde comprabas el periódico, en el supermercado, en la playa, en la taberna de la esquina, aquella que te hacía tanta gracia, la Taberna del Legionario, que te evocaba historias de treinta años atrás.
No podía con la carga de la añoranza y de la pérdida. Me sorprendía preguntándome cómo podía estar tomándome una taza de café, sonriendo en la oficina, oyendo atenta a mi hijo haciéndome el resumen del día, comprando, comprobando la cuenta bancaria… ¿Cómo era posible que yo pudiera estar haciendo todo eso mientras tú estabas muerto? ¿Cómo podía comer, dormir, trabajar, respirar mientras tus cenizas estaban en una urna, en ese cementerio en el que en aquel momento me encontraba? Era absurdo, histriónico, una broma de pésimo gusto. Tú y yo habíamos hecho planes. Soñabas con una casa en el campo, con tu propia habitación para montar tus maquetas y atesorar tus recuerdos, con un jardín en donde pudieran correr nuestros perros, porque entonces podríamos tener más de uno…Querías llevarme a París y recorrer juntos sus calles…
Y a cambio tenía tus cenizas y un puñado de fotos.
Cuando alguien muere, todo el mundo toma prestadas frases tan poco originales como “la vida sigue”, “tienes a tus hijos”, “él (o ella) no querría que estuvieras triste”. Son frases poco originales pero dolorosamente ciertas que sacamos del cajón cuando tenemos que dar un pésame o consolar por un pérdida. Sí. La vida sigue y no queda otra solución que seguir tras ella, con el alma resquebrajada por dentro y una sonrisa recién recogida del tendedero porque la colgamos cada noche para airearla y, así, poder ponérnosla cada mañana como si fuera un vestido.
Poco a poco cesan las preguntas. La familia y los amigos dan por hecho que lo peor ha pasado y, como nos levantamos cada día y actuamos como siempre habíamos hecho, creen que el duelo se ha marchado y se ha alejado de nosotros con paso quedo.
No es cierto. Allí estaba yo tres meses después, con el alma aún sorprendida y el corazón amotinado, odiando al destino, odiando a aquella harpía, deseando que se pudriera en el infierno después de morir de una muerte atroz. ¡Cómo podía ser capaz de odiar tanto a alguien! Odio desmedido por el daño que te habían hecho, porque tenía la certeza de que tu corazón no había resistido tanta presión, tanta frustración, tantos desprecios. Decías que yo era lo mejor que te había pasado en aquellos últimos tres años. Decías que yo era la mujer que te había enseñado lo que era realmente el amor.
Yo sigo sintiéndome culpable por no haber podido protegerte de todo eso mientras luchabas por salir adelante; culpable porque no bastó con mi amor para que tu pudieras seguir escribiendo en el libro de nuestros sueños y de nuestro futuro compartido. Culpable por las veces en que me enfadé, por las veces en que me quejé por soportar sobre mis hombros tanto peso, a pesar de que el tuyo doblaba el mío, por las veces en que la frustración sumergió la pasión en el río del miedo para ahogarla y se quedó con momentos de ternura.
Has muerto. Y me he quedado sin nada. No he podido quedarme ni con uno de los muchos libros de tu estantería, ni con uno de esos recuerdos que tanto valor sentimental tenían y que atesorabas con cariño.  Lo último que pude hacer por ti fue tomar tus cenizas en mis manos y ofrecerte un lugar en el que reposaran con dignidad, lejos de las garras del odio.
 Nada de lo tuyo me pertenece. Ella se ha hecho cargo de todo e incluso puede que reclame una pensión por viudedad. Esa mujer que durante un tiempo te dijo que te quería para después abandonarte, sin haber ni siquiera atisbado quien se escondía tras ese aspecto de hombre rudo y maneras algo bruscas. No atisbó tu sensibilidad, tu sentido del deber, tu sentido del honor, tu dolor ante las injusticias.
¿Y ellos? Son huérfanos. Ellos tendrán una pensión de orfandad a pesar que durante meses te abandonaron, acusándote de todo. No deja de sorprender que nunca se quejaran cuando tu cuenta bancaria era un pozo sin fondo para sus caprichos.
¿Yo? Yo tendré la certeza absoluta de tu amor por mí, la certeza absoluta de haber conocido a un hombre que ha abierto las puertas de mi vida a ideas y sentimientos que no sabía que existían, de haber derribado clichés que nublaban mis ojos, la certeza absoluta de haber conocido a un hombre que se abrió a mí y puso su pasado, su presente y su futuro en mis manos, la certeza absoluta de que nadie más me amará como tú.
Muerte sibilina. Día tras día sigo preguntándome por qué me lo quitaste, por qué lo arrancaste de mí. Y te lo preguntaré cuando vengas a buscarme y quizás, mientras tú y yo tomamos un café sentadas en la mesa de la eternidad, pueda entender por qué mi vida ha dejado de tener sentido.