Dedicado al hombre que inspiró este relato con la narración de sus propias experiencias, dedicado al hombre que comparte mi vida y al que quiero. Y a tantos otros que, como él, arriesgan sus vidas ya sea para informar de los conflictos armados en calidad de corresponsales de guerra o, para defender, como militares, la vida de otros en esos mismos conflictos.
La
penumbra se ha ido apropiando de cada rincón difuminando los contornos,
despertando a los fantasmas, ahuyentando al presente, emplazando al pasado,
destilando tristeza y melancolía.
Hundido
en el desgastado sofá, un hombre contempla una fotografía que cuelga de una de
las paredes, iluminada por la tenue luz de la luna que se filtra a través de la
ventana. No puede apartar la mirada de esos ojos azules que lo miran sin
maldad, de esos ojos azules inocentes, de una inocencia que tiene las horas
contadas. Un vestido de color blanco
roto cubre el cuerpo infantil, en el que
apenas se vislumbra un atisbo de la mujer que reposa escondida en su interior,
presta a florecer, ignorante de que una mano desconocida la arrancará de cuajo antes de que
llegue la primavera. La niña sostiene en sus manos una hogaza de pan que come frente a
un edificio en ruinas, junto a un
vehículo blindado. Una hogaza de pan que le ha costado un pedacito de alma¸ un
pedacito de infancia y que se suma a otros tantos pedacitos de los que se han
apropiado seres sin escrúpulos.
Una
cámara capta ese instante, inmortaliza el momento, no tan sólo en el papel de
revelado, sino en la retina y la mente del fotógrafo. Esa niña se ha filtrado
en su alma, llenándola de ternura, de frustración, de culpabilidad. Nada será
igual después de haberla conocido. Es un camino sin retorno.
No
es un recién llegado, no es un principiante que se da de bruces por primera vez
con la cruda realidad de un conflicto bélico. La sangre y el dolor ya no le son
ajenos. Hace años que le enseñaron el valor de una vida una humana, que no es
más que el precio de una bala. Hace años que se topó con el primer cadáver. Y
él mismo podría ser a esas alturas un cadáver más, un número más en las
estadísticas militares. Las cicatrices de toda una vida lo atestiguan. Y sin
embargo, ese pequeño ser que inmortalizó un día de hace muchos años dejó una
huella indeleble en su corazón.
Detrás
de él, en el umbral, otros ojos azules lo contemplan, los ojos de otra niña que
sí que tuvo la oportunidad de
convertirse en una mujer con el alma impoluta. Y esos ojos lo miran con
ternura, con dulzura, llenos de determinación, con la determinación de una
mujer que ama sin condiciones, consciente de que el hombre al que quiere nunca
será un hombre ordinario y de que el pasado llamará a su puerta en algunas
ocasiones, como en ese anochecer en que la niña de la fotografía lo convoca y
lo devuelve a esa guerra, a ese momento. Y ella sigue allí en silencio,
esperando a que ese instante pase. Y, cuando él dirija sus pasos hacia la
puerta, estará allí esperándolo para recordarle que nunca más volverá a estar
solo con sus fantasmas, que nunca más tendrá que luchar solo contra los molinos
de viento.
Y,
de repente, un concierto de gritos, cánticos y risas atraviesa las paredes de
la estancia y se cuela a través del ventanal. El gol del desempate enciende el
fervor de los aficionados. El aire estalla al ritmo de los fuegos artificiales
que ascienden al cielo desde los balcones colindantes, cientos de detonaciones
que ensordecen las conciencias, que aletargan el corazón.
El
hombre sigue contemplando la fotografía y el rostro infantil, pero su alma ya
está en otro lugar, un lugar en el que
las detonaciones también se suceden sin tregua.
En ese lugar no hay risas ni cánticos, pero sí que hay gritos, gritos de
angustia sobre cuerpos sin vida y sobre tierras yermas.
El hombre recuerda. Tiene las manos manchadas
de sangre. También se han teñido de rojo su chaqueta, su pantalón de camuflaje y su mochila. Todo
está impregnado de olor a muerte. Sujeta la cámara fotográfica con los dedos
crispados mientras intenta desprenderse de los restos humanos que han caído
sobre él, los restos humanos de su compañero y
amigo, que no pudo escapar de la
bala de un francotirador cobarde y miserable.
Hacía
tan sólo unas horas, ambos charlaban en un garito húmedo y pestilente, uno de
los únicos locales que aún se atrevían a abrir sus puertas en una ciudad
acosada por la destrucción y la lucha fratricida. Entre copa y copa blasfemaban
contra la estupidez del ser humano, contra la indiferencia de la sociedad en la
que habían nacido, contra la población adormecida que se creía ajena al horror,
a salvo de las tragedias plasmadas por las fotografías que lunáticos como ellos
hacían jugándose la vida en una danza histriónica, cruel, macabra.
Unas
horas antes hablaban y reían y se llamaban el uno al otro “compadre” sabiéndose
miembros de una cofradía a la que sólo pertenecían los que habían llenado sus
ojos de dolor, sangre, impotencia y rabia, pero que, a pesar de todo, mantenían
la esperanza, diminuta, pero esperanza
al fin y al cabo, en el ser humano, pues, entre tanta barbarie y destrucción,
otras almas entregadas curaban heridas y restañaban espíritus a riesgo de convertirse
ellas también en víctimas de la indiferencia.
Una
ráfaga de viento sacude los visillos blancos, desparrama los recortes de prensa
amontonados en el escritorio y dispersa los recuerdos.
Ella
entra en la estancia sin hacer ruido, con pasos quedos, y cierra la ventana. Se
acerca al sillón y se arrodilla a los pies del hombre que, en aquel momento,
tiene los ojos húmedos y el espíritu trémulo. No dice nada, simplemente apoya
la cabeza en sus rodillas y espera pacientemente a que los segundos caigan uno
a uno, y a que los fantasmas se despidan y se desvanezcan. Y, entonces, él
acerca la mano y acaricia con dulzura su cabello. Y ella sabe que él ha regresado de esa región
donde se hospedan la amargura y el miedo.
Se
incorpora lentamente, abandona su mano entre las suyas y suavemente se desliza
hacia el dormitorio. Él se deja llevar. Y ella le enseña una noche más que el
amor existe, que la ternura no es una moneda de cambio, que él es importante,
único, irrepetible. Le enseña que la vida no es sólo del color negro de la
desesperanza, que la vida es azul, rosa, púrpura, blanca, amarilla, naranja,
como en los trazos de un dibujo infantil;
que la vida se abre paso en cada rincón, en cada esquina, en cada
rendija; que la vida se abre paso a través de la sangre, de los restos
mutilados, de los escombros, de las ruinas. Ella le enseña que la vida es
sagrada y que seguirá siendo sagrada por más que se empeñen en degradarla,
masacrarla y en hacerla desaparecer.
Dos
cuerpos unidos, abrazados, en estrecha comunión. El abandono de un alma en otra
alma. La respiración acompasada de ella calma su corazón que aún late
acelerado, y un sentimiento nuevo inunda cada partícula de su ser.
La
niña de la fotografía sigue presente en su corazón y su compadre sigue aferrado
a sus entrañas. Ninguno de los dos lo abandonarán nunca. Sin embargo ahora sabe
que, cuando cualquiera de ellos regrese a visitarlo, habrá alguien más que los
reciba, alguien más que estará con él cuando no sea capaz de decirles adiós,
alguien que los acompañará a la puerta,
los despedirá con una sonrisa y les dirá que regresen pronto, que son
bienvenidos.
Cada recuerdo, cada momento cuentan. Son esos recuerdos y esos momentos los que
han esculpido y creado al hombre a quien la mujer que duerme a su lado ama.
Cada paso que ha dado, cada herida, cada cicatriz, cada desilusión, cada noche
de risas y miedo compartido con el ruido de fondo de los bombardeos, lo han
transformado en el hombre que es.
Otro
día comienza, las calles empiezan a llenarse de caras adormecidas que compran
el diario en el quiosco de la esquina. Nadie sabe el nombre del autor de la
foto de la portada, pero no importa. Quizás mañana esté muerto. Uno más. Los
transeúntes comentan el gol histórico de la víspera y se felicitan por el
triunfo. Duermen.