Los automóviles descendían por la calle Numancia y
me dejaban atrás, uno tras otro, deteniéndose tan sólo ante los semáforos en
rojo.
Yo caminaba por la acera, sin prestar demasiada atención
a mi alrededor, descendiendo también Numancia —como cada día— camino de la estación
de Sants, en donde tomaría el tren de regreso a casa.
El día en la notaría había sido como cualquier otro,
monótono y aburrido. Los minutos caían del reloj a cámara lenta mientras
atendía el teléfono y transcribía testamentos, contratos y actas.
Por fin viernes. El viernes mi clausura llegaba a
su fin a las tres de la tarde; y allí estaba yo desandando el camino de vuelta
a mi hogar, repasando mentalmente las tareas y las obligaciones que me
esperaban a mi llegada; y haciendo planes para distraer el tiempo libre y
engañarme a mí misma, pensando que de eso se trataba, de hacer lo que, sin
lugar a dudas, hacía el noventa y nueve por cierto de la población: trabajar
para ganarse la vida y, después, tomarse un mojito el fin de semana, tostarse
al sol, pasear por los centros comerciales… ¿Qué, si no, era la vida? Cada vez
que tenía la más mínima duda, tenía a alguien al lado dispuesto a recordarme y
a asegurarme que de eso se trataba, de trabajar, de tener un sueldo, de pagar las facturas y, con el excedente de
tiempo y de dinero, disfrutar.
Y, sin
embargo, yo dudaba. Y me preguntaba si mi hija, algún día, estaría sentada en
cualquier tren a las siete de la mañana, adormilada, convencida de que la vida
era eso: ocho horas diarias de monotonía a cambio del pago de la hipoteca, de
un mojito y de una sombrilla en la playa.
Y es que algo había influido para que, en que aquel viernes
en particular, mis pensamientos rozaran el completo desánimo, paladearan la duda
y tiñeran la tarde de gris. Y había sido aquella visita a primera hora de la
mañana.
Siete caras serias y compungidas, una de ellas
desolada, aún sorprendida por la repentina pérdida, por el inesperado adiós,
sin hacerse a la idea de que había llegado el momento de leer el testamento de
quien había dormido a su lado durante veinte años.
“Ay, Dios, mío —susurraba una y otra vez— tan bueno
que era y tan trabajador” Y continuaba con su cantinela “Ay, qué pena, un
hombre tan bueno y tan responsable —proseguía—. ¡Y cómo soñaba él con que algún
día nos sonriera la suerte y recorrer el mundo y comprarnos una casita en la
sierra y retirarnos, rodeados de nietos y de perros!”
Y así descendía yo la calle Numancia, mientras los automóviles me rebasaban y me
cruzaba con otros transeúntes, presurosos unos, lentos otros.
Y, de repente, sentí como si ya no perteneciera a esa escena que estaba
teniendo lugar, como si yo estuviera acotada entre paréntesis, como una frase
en medio de un texto. Observaba lo que sucedía desde algún punto fuera de mí
misma: el ruido de los automóviles, las bocinas, el ladrido de un perro, los
edificios de alrededor, el kiosko de periódicos…
“¿Qué era aquello? —me decía— ¿Qué lugar ocupaba
eso en el Universo?” ¡Qué estúpida me resultaba aquella escena! “¡Qué absurdo!
—me repetía—. Carne y huesos y esta conciencia que está aquí presente; y de
aquí a cuarenta años ya no estaré, estaré muerta. Y todo seguirá sin mi. Y
todos los que me rodean dejaran de existir algún día. ¿Qué somos en realidad?
Polvo y ego.”
Ese viernes entré en casa, abracé a mi hija,
acaricié las paredes de mi hogar, desempolvé mi título de magisterio y me senté
delante de la pantalla de mi ordenador, en la página online del banco.
Reflexioné, analicé y decidí.
La carta de renuncia llegó a la notaría el lunes.
Yo misma la dejé en el buzón. Puse mi casa en venta, alquilé un estudio y dejé
allí lo imprescindible, mis libros. Y, con mi hija de la mano, subí a un avión.
Y, dos meses después, aquí estoy, en otro
aeropuerto, recorriendo con mi niña lugares y compartiendo con ella momentos, antes de
que esté sentada en la sala de espera de una notaría, enjugando sus
lágrimas mientras espera la lectura del testamento de su madre.
No sé aún lo que haré. Pero lo cierto es que nunca
más perderé las horas de las que se compone mi día, las horas de las que se
compone mi vida, tecleando actas y contratos. Quiero llenar mi vida de sentido
antes de que sea demasiado tarde; me
imagino delante de un pequeño grupo de niños, en un aula sencilla de un pequeño
pueblo de no sé qué país, delante de una pizarra, enseñándole las letras que
les abrirán las puertas del mundo.
Si sólo soy polvo y ego, polvo y ego que algún día
desaparecerá en el infinito, seré el polvo y ego que yo decida ser y, mientras
lo soy, mi mayor deseo será iluminar ,aunque sólo sea un rinconcito, la vida de
los demás.