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En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Entre paréntesis

Sin ninguna pretensión. Sólo una reflexión de una mañana de domingo que toma la forma de un sencillo relato.




Los automóviles descendían por la calle Numancia y me dejaban atrás, uno tras otro, deteniéndose tan sólo ante los semáforos en rojo.  
Yo caminaba por la acera, sin prestar demasiada atención a mi alrededor, descendiendo también Numancia —como cada día— camino de la estación de Sants, en donde tomaría el tren de regreso a casa.
El día en la notaría había sido como cualquier otro, monótono y aburrido. Los minutos caían del reloj a cámara lenta mientras atendía el teléfono y transcribía testamentos, contratos y actas.
Por fin viernes. El viernes mi clausura llegaba a su fin a las tres de la tarde; y allí estaba yo desandando el camino de vuelta a mi hogar, repasando mentalmente las tareas y las obligaciones que me esperaban a mi llegada; y haciendo planes para distraer el tiempo libre y engañarme a mí misma, pensando que de eso se trataba, de hacer lo que, sin lugar a dudas, hacía el noventa y nueve por cierto de la población: trabajar para ganarse la vida y, después, tomarse un mojito el fin de semana, tostarse al sol, pasear por los centros comerciales… ¿Qué, si no, era la vida? Cada vez que tenía la más mínima duda, tenía a alguien al lado dispuesto a recordarme y a asegurarme que de eso se trataba, de trabajar, de tener un sueldo, de  pagar las facturas y, con el excedente de tiempo y de dinero, disfrutar.
 Y, sin embargo, yo dudaba. Y me preguntaba si mi hija, algún día, estaría sentada en cualquier tren a las siete de la mañana, adormilada, convencida de que la vida era eso: ocho horas diarias de monotonía a cambio del pago de la hipoteca, de un mojito y de una sombrilla en la playa.
Y es que algo había influido para que, en que aquel viernes en particular, mis pensamientos rozaran el completo desánimo, paladearan la duda y tiñeran la tarde de gris. Y había sido aquella visita a primera hora de la mañana.
Siete caras serias y compungidas, una de ellas desolada, aún sorprendida por la repentina pérdida, por el inesperado adiós, sin hacerse a la idea de que había llegado el momento de leer el testamento de quien había dormido a su lado durante veinte años.
“Ay, Dios, mío —susurraba una y otra vez— tan bueno que era y tan trabajador” Y continuaba con su cantinela “Ay, qué pena, un hombre tan bueno y tan responsable —proseguía—. ¡Y cómo soñaba él con que algún día nos sonriera la suerte y recorrer el mundo y comprarnos una casita en la sierra y retirarnos, rodeados de nietos y de perros!”
Y así descendía yo la calle Numancia, mientras los automóviles me rebasaban y me cruzaba con otros transeúntes, presurosos unos, lentos otros.
Y, de repente, sentí como si ya no perteneciera a esa escena que estaba teniendo lugar, como si yo estuviera acotada entre paréntesis, como una frase en medio de un texto. Observaba lo que sucedía desde algún punto fuera de mí misma: el ruido de los automóviles, las bocinas, el ladrido de un perro, los edificios de alrededor, el kiosko de periódicos…
“¿Qué era aquello? —me decía— ¿Qué lugar ocupaba eso en el Universo?” ¡Qué estúpida me resultaba aquella escena! “¡Qué absurdo! —me repetía—. Carne y huesos y esta conciencia que está aquí presente; y de aquí a cuarenta años ya no estaré, estaré muerta. Y todo seguirá sin mi. Y todos los que me rodean dejaran de existir algún día. ¿Qué somos en realidad? Polvo y ego.”
Ese viernes entré en casa, abracé a mi hija, acaricié las paredes de mi hogar, desempolvé mi título de magisterio y me senté delante de la pantalla de mi ordenador, en la página online del banco. Reflexioné, analicé y decidí.
La carta de renuncia llegó a la notaría el lunes. Yo misma la dejé en el buzón. Puse mi casa en venta, alquilé un estudio y dejé allí lo imprescindible, mis libros. Y, con mi hija de la mano, subí a un avión.
Y, dos meses después, aquí estoy, en otro aeropuerto, recorriendo con mi niña lugares y compartiendo con ella momentos, antes de que esté sentada en la sala de espera de una notaría, enjugando sus lágrimas mientras espera la lectura del testamento de su madre.
No sé aún lo que haré. Pero lo cierto es que nunca más perderé las horas de las que se compone mi día, las horas de las que se compone mi vida, tecleando actas y contratos. Quiero llenar mi vida de sentido antes de que sea demasiado tarde;  me imagino delante de un pequeño grupo de niños, en un aula sencilla de un pequeño pueblo de no sé qué país, delante de una pizarra, enseñándole las letras que les abrirán las puertas del mundo.
Si sólo soy polvo y ego, polvo y ego que algún día desaparecerá en el infinito, seré el polvo y ego que yo decida ser y, mientras lo soy, mi mayor deseo será iluminar ,aunque sólo sea un rinconcito, la vida de los demás.