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En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

sábado, 1 de marzo de 2014

SANGRE EN EL ANDÉN

Hay momentos, imágenes, rostros o situaciones, en las que soy una mera observadora, que se quedan atrapados en un rincón de mi alma, arañándola, hurgando en ella, sin malicia, tan sólo reclamando mi atención para que, de alguna manera, los exorcice, los ventile, los airee y pueda dejarlos marchar.

Meses atrás, sucedió algo, nada extraordinario, algo que, por desgracia, es más habitual de lo que creemos, y de lo que fui mero testigo. El regusto que me dejó fue muy amargo y sentí un tremendo asco por algunos de los “seres humanos” que tenía al lado y una amarga desilusión al descubrir qué afiladas pueden ser las garras de la indiferencia.

Te lo dedico a ti, ni siquiera sé quién eres, que nunca sabrás que serás el protagonista de esta historia.










Estoy sentado al borde del andén y contemplo el mar. El cielo está despejado y las olas apenas se insinúan, tímidas y huidizas. Llegan, acarician la arena y retroceden. La brisa trae ese olor inconfundible a salitre, a pescado…nunca he sabido describirlo, tan sólo sé que, cuando estoy alejado de la costa, alejado de mi pueblo del Mediterráneo, lo añoro y que su ausencia me pesa.
Hay dos trenes detenidos en la estación. La gente se apiña y algunos han sacado sus móviles y hacen fotos a algo que hay entre las vías, fotos que, con toda seguridad, subirán a las redes sociales en cuestión de segundos.
La curiosidad me incita a acercarme hasta allí. Me incorporo, me mezclo con el grupo y me codeo con un hombre con la ropa sucia de pintura y una mochila al hombro. Unas señoras ancianas hablan entre ellas señalando el lugar. Una de ellas se santigua. Me codeo con varios estudiantes que sostienen carpetas de la universidad bajo el brazo mientras toman instantáneas sin pestañear. Y allí está, un cuerpo ensangrentado, mutilado entre los raíles. Un amasijo de carne y ropa desgarrada. Un brazo ha quedado unos metros más allá.  El rostro está desfigurado. Estupor y asco. Si no me alejo de allí, vomitaré.
Las puertas de uno de los trenes están abiertas. La gente se aplasta contra las ventanas. Fisgonean, estiran el cuello, hacen muecas, hablan por teléfono. Entro en el vagón y avanzo hacia una mujer madura que se ha quedado sentada, que ha girado la cabeza unos momentos hacia el lugar de la desgracia y que se ha quedado inmóvil, conmovida, inundada por la compasión.
A su lado, unos jóvenes, quizás estudiantes, hacen bromas burdas y se ríen del cuerpo destrozado.  Uno de ellos hasta comenta que se lo merece por gilipollas, tanto si ha sido por accidente, por cruzar las vías, como si se ha suicidado. La mujer madura fija sus ojos en él y la ira y el asco deforman su rostro, antes dulce por la piedad. Alguien, unos cuantos asientos más allá se queja de que haya quien tenga que suicidarse tirándose al tren y haciendo que los que van dentro tengan que esperar y aguantar el retraso. Si la empatía yace atropellada junto a un cadáver, ¿cómo podemos sorprendernos de que el mundo ande sumido en guerras fratricidas y matanzas sin tregua?. La semilla está sentada a nuestro lado en el asiento de un tren.
Salgo y me quedo en el andén. Las ventanas siguen siendo un mosaico de ojos y de móviles. Miro otra vez hacia donde está lo que antes era un ser humano y que ahora no es más que un fardo sin vida. De repente, algo me resulta familiar. Los restos de la camisa, a cuadros blancos y azules, un zapato marrón con una mancha de tinta en el empeine que ha llegado hasta allí por el impacto de la locomotora.
Y, entonces, recuerdo. La amargura, el miedo, la desilusión, el pánico, la certidumbre de que no podré soportar otro abandono, la certeza de que nada merece la pena, el minuto en que todo me pareció demasiado insoportable y el salto a la vía, y el olor a mar y el cielo azul y la gaviota que cruza el cielo y la risa de un niño. Nunca más. Demasiado tarde.
Estoy muerto. Yo soy ese amasijo de carne. Y todos miran. Y pocos me compadecen. Y miro hacia el vagón y me encuentro con esos ojos, que son un mar de piedad. Y aspiro profundamente. Y desaparezco.

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