Tarde
en casa, sola. Los pequeños tesoros crecen y, de la noche a la mañana, el mío
ha empezado a agitar sus alas al borde del nido con su vista en el horizonte,
descubriendo el mundo y descubriéndose a sí mismo. La adolescencia ha
llegado, ha llegado demasiado pronto y me ha sorprendido desprevenida. Lo
observo y me pregunto qué será de su vida, hacia dónde van sus sentimientos y
adónde lo llevarán sus sueños. Sé que no puedo protegerlo de la adversidad y de
las decepciones porque son inherentes a la vida, igual que lo son la alegría y
la risa.
Él
descubre la vida y yo transito por ella sin saber aún hacia dónde me encaminan mis
pasos por más que trazo planos y señalo sueños en el mapa de mi existencia.
El espejo me devuelve la imagen de una mujer
cercana a los cincuenta, que está perdiendo la tersura de su piel y, con ella,
unas cuantas esperanzas e ilusiones.
Él
crece y camina solo, ya no necesita tanto mi presencia aunque sí necesita saber
que cuenta con todo mi apoyo y un hombro en el que llorar cuando tropiece en el
sendero de la vida.
La
soledad se asoma a la puerta en muchas ocasiones y me encuentra preguntándome a
quién puedo explicar mis preocupaciones y mis miedos, a quien puedo pedir que
mire debajo de mi cama para ahuyentar a los monstruos, porque a mi alrededor
todo el mundo está demasiado ocupado con su propia vida, pero siguen existiendo
monstruos debajo de la cama aunque hayamos crecido.
Y yo
sigo preguntándome por el sentido de todo.