El
ronroneo de una de sus gatas la hizo regresar a la realidad y miró hacia la
ventana buscando a través de los cristales la imagen de la sierra de
Guadarrama, la nieve en las cumbres de las montañas, el campanario coronado con
varios nidos de cigüeñas, el vuelo de algún ave rapaz. Nada. Delante de sus
ojos tenía un edificio, separado del suyo por una estrecha calle que en aquel
momento hervía de bullicio. Era sábado por la mañana, los comercios estaban
abiertos y la gente se afanaba cargando bolsas,
empujando carritos de la compra, arrastrando de la mano a niños que
protestaban, saludándose entre sí y entorpeciendo el paso al resto de
transeúntes.
Una
semana antes, a esas horas, tenía una taza de café entre las manos y, recién
levantada, con el cabello enmarañado y los ojos somnolientos, estaba asomada a
un balcón que no era el suyo,
estremeciéndose con la brisa fresca de la mañana, mirando al horizonte,
contemplando cimas blancas y laderas verdes. Dos meses antes, ni tan sólo
habría imaginado que en aquel momento estaría en Madrid, en un pequeño pueblo
de la sierra, la piel impregnada del perfume de aquel hombre al que el azar la
había unido. Un hombre con un alma en la cual podía perderse, en la que era
necesario entrar asiendo el hilo de Ariadna, siguiendo sendas, caminos ignotos
nunca recorridos por nadie; caminos y sendas que ella exploraba, con
precaución, sin prisas, deteniéndose a veces cuando, de repente, al doblar un
recodo, se encontraba con las ruinas de un castillo, en tiempos inexpugnable. Y
se acercaba y acariciaba con sus manos los muros derruidos y cerraba los ojos,
tratando de imaginar… Y continuaba caminando y los restos calcinados de una
pequeña aldea la hacían detenerse otra vez. Y dibujaba un corazón en la ceniza
y alzaba los ojos al cielo en una pequeña plegaria. Y seguía caminando. Otras
veces, un niño aparecía en el camino, corriendo y saltando, jugando a la
guerra, y el niño le sonreía y ella
intuía en él los gestos del hombre que la abrazaba murmurando palabras de
amor. Otras veces, creía ver, en una de
las encrucijadas, a un guerrero de armadura polvorienta y desvencijada que se
alejaba cabalgando al trote, desengañado del clamor de las cruzadas.
¿Existía
el azar? ¿No sería el azar un gran puzle en el que Dios iba encajando piezas?
Otra de sus gatas saltó con elegancia al sillón en el que estaba sentada y
restregó suavemente la cabeza contra la pantalla de su ordenador. Una
estilizada figura negra de ojos grises y andar sinuoso, casi invisible en su
timidez. Su compañera de juegos había dejado de ronronear y se había acurrucado
en el regazo de Blanca. Ella siguió reflexionando sobre el azar, mientras
deslizaba sus dedos entre la piel color azabache del pequeño felino de espíritu
salvaje y límpido, de espíritu cristalino como sólo puede ser el espíritu de un
animal.
Dios
encaja piezas sin tener en cuenta el tiempo o el espacio, porque el tiempo y el
espacio son únicamente medidas humanas, tentativas de pobres seres asustados
que intentan reducir a números la realidad, que intentan poner coto a la vida,
creyendo que de esa manera la vida y la realidad les rendirán pleitesía. El
tiempo y el espacio no cuentan cuando Dios toma entre sus manos las pequeñas
piezas de su creación y las une.
Trece
años de diferencia. Seiscientos kilómetros de distancia. Trece años no son nada
cuando dos corazones se encuentran en el camino. Seiscientos kilómetros no son
nada para las ruedas de un tren que avanza con decisión y tenacidad sobre los
raíles, uniendo vidas, tejiendo historias.
Blanca
esperaba en el andén con una pequeña maleta naranja. Era su primer viaje a
Madrid después de muchos años. El mar Mediterráneo que mecía su existencia quedaría
atrás durante unos días. Sostenía su billete en la mano y la consumía la
impaciencia. El AVE con destino Madrid-Puerta de Atocha haría su entrada a las
dieciséis horas treinta minutos. Blanca no apartaba su vista del túnel
esperando el momento en que el convoy entraría en la estación y se detendría
lentamente. Coche 8, plaza 08A. Era la primera vez que viajaría en AVE. En tren
se desplazaba cada día, en el tren de cercanías que unía su hogar con la
empresa en la que trabajaba. Nada que ver con el sentimiento que la embargaba
en aquel momento. Seiscientos kilómetros de distancia que irían reduciéndose minuto
a minuto, acercándola al hombre que estaría esperándola a su llegada a Atocha,
impaciente, sonriente, como quien espera un deseo largamente acariciado y por
fin concedido.
Y,
entonces, la locomotora emergió de la oscuridad como el hocico de un gran dragón
blanco surgiendo de su cueva, y avanzó reduciendo la velocidad hasta que frenó
y abrió sus puertas. De su interior descendieron otros pasajeros arrastrando
maletas, dirigiéndose hacia las puertas de salida, anticipando ya, algunos, el
encuentro con sus seres queridos; ansiosos, otros, por llegar a sus hogares en
los que sólo los esperaría el silencio, quien les recriminaría que regresaran
solos una vez más, sin traer con ellos risas, caricias, besos, esperanza.
Blanca
tiró del asa de su maleta y caminó hacia el coche número 8. Subió los escalones
y entró en el vagón. Avanzó por el estrecho pasillo hasta que encontró el
número de su asiento y, con algo de esfuerzo, depositó su equipaje en la parte
de arriba de la cabina. Iría en ventanilla, viendo cambiar el paisaje a través
del cristal, alejándose de la costa, acercándose a las luces de Madrid y al
pequeño pueblo donde Federico tenía su hogar o, como él decía en alguna
ocasión, su guarida. A su lado se sentó un hombre joven que había dejado la
adolescencia a la vuelta de la esquina y, al otro lado del pasillo, una madre
intentaba calmar el llanto de una niña de corta edad enseñándole las ilustraciones
de un cuento infantil mientras la acunaba con dulzura.
Las
puertas se cerraron y el tren se puso en marcha con puntualidad, con lentitud
al principio, ganando velocidad a medida que se alejaba de la estación y dejaba
atrás la ciudad. Y, con cada traqueteo, Blanca se sentía más liviana, como si
su alma se aligerara de antiguos lastres, como si quisiera alzar el vuelo ante
el nuevo sentimiento que había germinado y echado raíces en su interior. La
duda, la incertidumbre se resistían a marcharse. El temor a una nueva perdida
se aferraba a su corazón sin querer soltarlo. Y ella seguía adelante, sintiendo
que no había más certeza en la vida que la de arriesgarse.
Una
azafata de amplia sonrisa ofreció auriculares para poder escuchar música o ver
la película que se proyectaría durante el trayecto. Ella aceptó la caja redonda
y minúscula, gris y lila, y la colocó sobre la mesa abatible del asiento. Miró a
través de la ventanilla. Sus ojos revolotearon sobre el paisaje mientras su
alma retrocedía hacia rincones recónditos, sacudiendo el polvo de antiguas
fotos en blanco y negro que ni siquiera sabía que existían, como aquellas que
encontraron en una caja de cartón a la muerte de sus padres y que despertaron
recuerdos dormidos y una intensa melancolía.
Una
niña, con el pelo recogido en unas largas trenzas, estaba sentada junto a su
madre en otro tren que avanzaba penosamente a través de una tierra árida. Su
padre en el asiento de enfrente, fumaba un cigarrillo. Un niño, su hermano, casi
un adolescente, y otra niña, su hermana, algo mayor que ella, estaban
ensimismados. Su hermano, concentrado en la lectura de un libro. Su hermana,
peinando a una sufrida muñeca, regalo de los Reyes Magos de Oriente. Era verano
y habían dejado la ciudad a orillas de la costa catalana en donde residían, para
ir al encuentro de su familia en un pueblo bañado por el mar andaluz. Inmigrantes
que regresan a un hogar que saben que
nunca más les pertenecerá, a una tierra en la que saben que sus cuerpos
nunca reposarán cuando el tren de la vida haga su última parada.
La
niña dibujaba figuras imaginarias en la tapicería verde de su asiento, seria,
con una mirada en la que se adivinaba una madurez precoz, en la que se
vislumbraba la pena y la decepción de otros y que ella había abrazado, sin ser
suyas, para aligerarlos del peso. La niña contempló a su madre, sus gestos, y
tomó un pedacito de la amargura que percibió en sus labios fruncidos y la
guardó. Y miró a través de los cristales de la ventanilla del tren. Y vio
reflejada en ellos a una mujer adulta, también madre, y, danzando sobre sus
labios, percibió una sonrisa.
El
AVE con destino Madrid Puerta de Atocha comenzó a disminuir la velocidad, haciendo
entrada en aquella estación situada en el centro de la capital en la que se
unían el pasado y el futuro. Unos instantes después, se detuvo.
Blanca
tomó su maleta y ascendió las escaleras, alejándose del andén. Al otro lado de
las cristaleras, un hombre alto, corpulento,
de barba blanca y una mirada en la que la vida se desbordaba alborozada –Santo
Grial que se concede a los que, aún muertos de miedo, beben el vaso de la
existencia sin que les tiemble la mano– le sonreía lleno de alegría.
Antes
de que Federico y Blanca recorrieran los pasos que los separaban, el niño que
corría y saltaba y jugaba a la guerra se adelantó y abrazó a la niña de
trenzas. Y ambos sonrieron y se alejaron bailando hacia el estanque de las
tortugas de la antigua estación de Atocha, un lugar mágico en donde pueden
empezar muchos cuentos, siempre y cuando alcemos la barrera del paso a nivel y
nos atrevamos a perseguir los sueños.
Sigo insistiendo en tu buen hacer y tus artes para esto. No debes rendirte. Eres muy buena contadora de historias.
ResponderEliminarBesos
Cita
¡Gracias, Cita! Saber que lo que leo llega a los demás es lo que me está motivando cada día más. Cuando di a leer mi primer relato a la persona que lo inspiró (La mirada que perdura) y vi cómo le emocionaba, y cuando oí los comentarios de mi familia y algunos pocos amigos cuando ellos también leyeron ese y los otros dos relatos que hay en mi blog, fue cuando empecé a creer que, aunque nunca llegue a ser Cervantes, si soy capaz de conmover y hacer pensar a la gente, ya vale la pena escribir. Espero que la inspiración siga llamando a mi puerta...
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