Aviso para navegantes

En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

domingo, 5 de enero de 2014

EL ESTANQUE DE LAS TORTUGAS

El ronroneo de una de sus gatas la hizo regresar a la realidad y miró hacia la ventana buscando a través de los cristales la imagen de la sierra de Guadarrama, la nieve en las cumbres de las montañas, el campanario coronado con varios nidos de cigüeñas, el vuelo de algún ave rapaz. Nada. Delante de sus ojos tenía un edificio, separado del suyo por una estrecha calle que en aquel momento hervía de bullicio. Era sábado por la mañana, los comercios estaban abiertos y la gente se afanaba cargando bolsas,  empujando carritos de la compra, arrastrando de la mano a niños que protestaban, saludándose entre sí y entorpeciendo el paso al resto de transeúntes.

Una semana antes, a esas horas, tenía una taza de café entre las manos y, recién levantada, con el cabello enmarañado y los ojos somnolientos, estaba asomada a un  balcón que no era el suyo, estremeciéndose con la brisa fresca de la mañana, mirando al horizonte, contemplando cimas blancas y laderas verdes. Dos meses antes, ni tan sólo habría imaginado que en aquel momento estaría en Madrid, en un pequeño pueblo de la sierra, la piel impregnada del perfume de aquel hombre al que el azar la había unido. Un hombre con un alma en la cual podía perderse, en la que era necesario entrar asiendo el hilo de Ariadna, siguiendo sendas, caminos ignotos nunca recorridos por nadie; caminos y sendas que ella exploraba, con precaución, sin prisas, deteniéndose a veces cuando, de repente, al doblar un recodo, se encontraba con las ruinas de un castillo, en tiempos inexpugnable. Y se acercaba y acariciaba con sus manos los muros derruidos y cerraba los ojos, tratando de imaginar… Y continuaba caminando y los restos calcinados de una pequeña aldea la hacían detenerse otra vez. Y dibujaba un corazón en la ceniza y alzaba los ojos al cielo en una pequeña plegaria. Y seguía caminando. Otras veces, un niño aparecía en el camino, corriendo y saltando, jugando a la guerra,  y el niño le sonreía y ella intuía en él los gestos del hombre que la abrazaba murmurando palabras de amor.  Otras veces, creía ver, en una de las encrucijadas, a un guerrero de armadura polvorienta y desvencijada que se alejaba cabalgando al trote, desengañado del clamor de las cruzadas.

¿Existía el azar? ¿No sería el azar un gran puzle en el que Dios iba encajando piezas? Otra de sus gatas saltó con elegancia al sillón en el que estaba sentada y restregó suavemente la cabeza contra la pantalla de su ordenador. Una estilizada figura negra de ojos grises y andar sinuoso, casi invisible en su timidez. Su compañera de juegos había dejado de ronronear y se había acurrucado en el regazo de Blanca. Ella siguió reflexionando sobre el azar, mientras deslizaba sus dedos entre la piel color azabache del pequeño felino de espíritu salvaje y límpido, de espíritu cristalino como sólo puede ser el espíritu de un animal.

Dios encaja piezas sin tener en cuenta el tiempo o el espacio, porque el tiempo y el espacio son únicamente medidas humanas, tentativas de pobres seres asustados que intentan reducir a números la realidad, que intentan poner coto a la vida, creyendo que de esa manera la vida y la realidad les rendirán pleitesía. El tiempo y el espacio no cuentan cuando Dios toma entre sus manos las pequeñas piezas de su creación y las une.

Trece años de diferencia. Seiscientos kilómetros de distancia. Trece años no son nada cuando dos corazones se encuentran en el camino. Seiscientos kilómetros no son nada para las ruedas de un tren que avanza con decisión y tenacidad sobre los raíles, uniendo vidas, tejiendo historias.
Blanca esperaba en el andén con una pequeña maleta naranja. Era su primer viaje a Madrid después de muchos años. El mar Mediterráneo que mecía su existencia quedaría atrás durante unos días. Sostenía su billete en la mano y la consumía la impaciencia. El AVE con destino Madrid-Puerta de Atocha haría su entrada a las dieciséis horas treinta minutos. Blanca no apartaba su vista del túnel esperando el momento en que el convoy entraría en la estación y se detendría lentamente. Coche 8, plaza 08A. Era la primera vez que viajaría en AVE. En tren se desplazaba cada día, en el tren de cercanías que unía su hogar con la empresa en la que trabajaba. Nada que ver con el sentimiento que la embargaba en aquel momento. Seiscientos kilómetros de distancia que irían reduciéndose minuto a minuto, acercándola al hombre que estaría esperándola a su llegada a Atocha, impaciente, sonriente, como quien espera un deseo largamente acariciado y por fin concedido.

Y, entonces, la locomotora emergió de la oscuridad como el hocico de un gran dragón blanco surgiendo de su cueva, y avanzó reduciendo la velocidad hasta que frenó y abrió sus puertas. De su interior descendieron otros pasajeros arrastrando maletas, dirigiéndose hacia las puertas de salida, anticipando ya, algunos, el encuentro con sus seres queridos; ansiosos, otros, por llegar a sus hogares en los que sólo los esperaría el silencio, quien les recriminaría que regresaran solos una vez más, sin traer con ellos risas, caricias, besos, esperanza.

Blanca tiró del asa de su maleta y caminó hacia el coche número 8. Subió los escalones y entró en el vagón. Avanzó por el estrecho pasillo hasta que encontró el número de su asiento y, con algo de esfuerzo, depositó su equipaje en la parte de arriba de la cabina. Iría en ventanilla, viendo cambiar el paisaje a través del cristal, alejándose de la costa, acercándose a las luces de Madrid y al pequeño pueblo donde Federico tenía su hogar o, como él decía en alguna ocasión, su guarida. A su lado se sentó un hombre joven que había dejado la adolescencia a la vuelta de la esquina y, al otro lado del pasillo, una madre intentaba calmar el llanto de una niña de corta edad enseñándole las ilustraciones de un cuento infantil mientras la acunaba con dulzura.

Las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha con puntualidad, con lentitud al principio, ganando velocidad a medida que se alejaba de la estación y dejaba atrás la ciudad. Y, con cada traqueteo, Blanca se sentía más liviana, como si su alma se aligerara de antiguos lastres, como si quisiera alzar el vuelo ante el nuevo sentimiento que había germinado y echado raíces en su interior. La duda, la incertidumbre se resistían a marcharse. El temor a una nueva perdida se aferraba a su corazón sin querer soltarlo. Y ella seguía adelante, sintiendo que no había más certeza en la vida que la de arriesgarse.

Una azafata de amplia sonrisa ofreció auriculares para poder escuchar música o ver la película que se proyectaría durante el trayecto. Ella aceptó la caja redonda y minúscula, gris y lila, y la colocó sobre la mesa abatible del asiento.   Miró a través de la ventanilla. Sus ojos revolotearon sobre el paisaje mientras su alma retrocedía hacia rincones recónditos, sacudiendo el polvo de antiguas fotos en blanco y negro que ni siquiera sabía que existían, como aquellas que encontraron en una caja de cartón a la muerte de sus padres y que despertaron recuerdos dormidos y una intensa melancolía.

Una niña, con el pelo recogido en unas largas trenzas, estaba sentada junto a su madre en otro tren que avanzaba penosamente a través de una tierra árida. Su padre en el asiento de enfrente, fumaba un cigarrillo. Un niño, su hermano, casi un adolescente, y otra niña, su hermana, algo mayor que ella, estaban ensimismados. Su hermano, concentrado en la lectura de un libro. Su hermana, peinando a una sufrida muñeca, regalo de los Reyes Magos de Oriente. Era verano y habían dejado la ciudad a orillas de la costa catalana en donde residían, para ir al encuentro de su familia en un pueblo bañado por el mar andaluz. Inmigrantes que regresan a un hogar que saben que  nunca más les pertenecerá, a una tierra en la que saben que sus cuerpos nunca reposarán cuando el tren de la vida haga su última parada.

La niña dibujaba figuras imaginarias en la tapicería verde de su asiento, seria, con una mirada en la que se adivinaba una madurez precoz, en la que se vislumbraba la pena y la decepción de otros y que ella había abrazado, sin ser suyas, para aligerarlos del peso. La niña contempló a su madre, sus gestos, y tomó un pedacito de la amargura que percibió en sus labios fruncidos y la guardó. Y miró a través de los cristales de la ventanilla del tren. Y vio reflejada en ellos a una mujer adulta, también madre, y, danzando sobre sus labios, percibió una sonrisa.

El AVE con destino Madrid Puerta de Atocha comenzó a disminuir la velocidad, haciendo entrada en aquella estación situada en el centro de la capital en la que se unían el pasado y el futuro. Unos instantes después, se detuvo.

Blanca tomó su maleta y ascendió las escaleras, alejándose del andén. Al otro lado de las cristaleras,  un hombre alto, corpulento, de barba blanca y una mirada en la que la vida se desbordaba alborozada –Santo Grial que se concede a los que, aún muertos de miedo, beben el vaso de la existencia sin que les tiemble la mano– le sonreía lleno de alegría.


Antes de que Federico y Blanca recorrieran los pasos que los separaban, el niño que corría y saltaba y jugaba a la guerra se adelantó y abrazó a la niña de trenzas. Y ambos sonrieron y se alejaron bailando hacia el estanque de las tortugas de la antigua estación de Atocha, un lugar mágico en donde pueden empezar muchos cuentos, siempre y cuando alcemos la barrera del paso a nivel y nos atrevamos a perseguir los sueños.

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2 comentarios:

  1. Sigo insistiendo en tu buen hacer y tus artes para esto. No debes rendirte. Eres muy buena contadora de historias.
    Besos
    Cita

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    1. ¡Gracias, Cita! Saber que lo que leo llega a los demás es lo que me está motivando cada día más. Cuando di a leer mi primer relato a la persona que lo inspiró (La mirada que perdura) y vi cómo le emocionaba, y cuando oí los comentarios de mi familia y algunos pocos amigos cuando ellos también leyeron ese y los otros dos relatos que hay en mi blog, fue cuando empecé a creer que, aunque nunca llegue a ser Cervantes, si soy capaz de conmover y hacer pensar a la gente, ya vale la pena escribir. Espero que la inspiración siga llamando a mi puerta...

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