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En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

domingo, 19 de enero de 2014

SAN ANTÓN

Desde hace algo más de un año, mi vida transcurre entre Barcelona y Madrid ( por obra y gracia de ese angelote con alas y armado de flechas que todos conocemos), entre un pueblo de la costa y un pueblo de la sierra. El príncipe que Cupido eligió para mí (mi sapo, como ambos decimos bromeando) es también un gran amante de los animales, como yo, así que ahora sumamos tres hijos, dos gatas, una perra y una tortuga. La perra es suya y ahí la tenéis, en esa foto. Es una rottweiler cariñosa, buena y noble. ¡Qué lástima que las malas lenguas y la leyenda urbana le hayan dado el sobrenombre de peligrosa a esta raza!. Esta entrada se la dedico a ella, a Bruna, que, a sus doce años, sigue enriqueciendo nuestra vida con su presencia. Y se la dedico también al párroco de la iglesia de San Antón , que ayer deseó a esta dulzura de perra que tardara mucho en conocer al santo Abad.


Bruna olisqueaba inquieta el aire, rodeada por perros de todas las razas y tamaños... de todas las razas y tamaños al igual que sus dueños, que acompañaban, alegres y parlanchines, a sus mascotas. Altos, bajos, gordos, flacos, damas y caballeros de la cofradía del amor sempiterno a cualquier criatura de cuatro patas. 

La Iglesia de San Antón, en la calle Hortaleza, se tapaba, a ratos, los oídos, aturullada por el constante concierto de ladridos, maullidos, risas y voces que la rodeaban. Los animalitos llegaban para ser bendecidos en el día de su patrón, San Antonio Abad y para cumplir con la tradición de dar tres vueltas a la iglesia, que abría sus puertas para tan importante ocasión.

Bruna llegó hasta el lugar de la mano de su orgulloso amo, un grandullón con barba blanca que reía mientras intentaba controlar a su perra, que no sabía si acercarse al dogo Alemán, a la caniche vestida de faralaes o al bulldog francés que ladraba unos cuantos humanos por detrás de ella. Se sentaba y se volvía a levantar. Inclinaba la cabeza para mirar a su dueño con sus grandes ojos castaños, llenos de inocencia y de dulzura preguntándose qué hacían allí, rodeados de semejante alboroto, en lugar de trotar por algún lugar de la sierra como siempre hacían. 

La marea humana y perruna avanzaba lentamente, girando alrededor de la manzana mientras que los animalitos recibían la bendición de manos del párroco, que se interesaba por sus nombres y por sus edades. Y por fin llegó su turno y también recibió ella su bendición y, cumplida la tradición, regresaron al hogar, con una bolsa de dulces de San Antón como recuerdo.

Tumbada a los pies de su amo, que dormitaba en el sofá, agotado por la larga espera y las emociones, Bruna soñaba ladrando y moviendo las patitas, como si aún estuviera a las puertas de la iglesia y jugara, tranquila y feliz, al pilla pilla con algunos de los perritos que había conocido aquella tarde.
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2 comentarios:

  1. Me tocas el tema de los perros y me deshago. Son mi pasión. Y tan bien narrado, ni te cuento. Yo tengo dos; Suerte y Cachito. No son tan buenos como Bruna, es más, son como el diablo de Tasmania, pero me encanta su personalidad, es lo que los hace únicos.
    Besos
    Cita

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  2. Gracias, Cita. Adoro a los animales y, por desgracia, hoy estoy llorando una pérdida, la de Leila. Hace unas horas la he dejado durmiendo para siempre. Y ahora Claire se ha quedado sola. Y yo con el corazón roto. Un beso.

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